11 Apr
APOSTILLAS SOBRE CULTURA POPULAR (3)

EN LOS ANÁLISIS CULTURALES se olvida con frecuencia al ser concreto e inalienable que realiza el arte. Es tan prodigioso lo construido por las manos del artista que el consumo queda encandilado por el producto, y el estudio prioriza este consenso. Le inquieta la copla, pero no el coplero; atiende al ánfora, y desdeña al artesano. Cuando la belleza no se ha distinguido de lo ancilar, el artífice desaparece con frecuencia de los ojos de aquel que escruta y admira. Es el caso del artista popular, de cuya mentalidad conocemos poco. Del escaso saber que existe sobre la psicología de la creación, le corresponde la porción menor. Pero sin artista no hay arte. Él lo conserva incandescente en los rincones más inhóspitos, en los espacios más devorados por el desprecio. Gracias a su presencia el arte irradia su atracción benéfica, sobrevive las penurias y el desamparo, arremete quijotescamente contra las resistencias más atroces. Él garantiza su liquidez prodigiosa, su capacidad de amoldarse a los límites y seguir generando transparencia. Con su propio aliento lo sostiene. A partir de épicas renuncias, lo propaga en el milagro que surge de sus dedos, de su voz, de sus ojos, de su corazón, de su frente. Bajo su permanente impulso minerales, árboles, animales, conductas, sueños van entrando transfigurados en impalpable cornucopia. Los instrumentos se arriman silenciosos desde sus propias manos. Pierde la vista con las agujas, se cuece en los hornos, se envenena con los pigmentos, suelda su cerviz a las mesas, gasta su garganta contra el aire, rompe sus huesos en los malos giros, deja sus tobillos en los caminos, su sangre entra en las materias, sus voces y sus gestos en una memoria que anilla el olvido. Y todo esto es un añadido a la saga cotidiana, a la lidia por la sobrevivencia, pues rara vez puede consagrarse limpiamente a lo que ama. Cuando puede hacerlo, su medio y su virtud técnica le pueden granjear dos actitudes: la admiración respetuosa de sus convivientes, o la sorna y repulsa por encontrarse faltando a deberes que la comunidad estatuye como sacros. Sufre, con enorme frecuencia, en unas manifestaciones más que en otras, su vocación arrasadora. Se necesita carácter para llevar las vocaciones a buen destino.

Todo artista popular es, a la larga, un aficionado. Su profesionalismo, si existe, no es condición natural sino triunfo personal sobre el medio. Su relación con lo diario le inspira quejas frecuentes, que anota magistralmente en sus canciones, en sus cuentos, en sus chistes, en sus oraciones, en sus ruegos. A sus espaldas no hay instituciones de promoción y fomento. En las raíces de su desempeño no hay escuelas ni academias. Se erige solo, o con el venero de la tradición de su círculo vital o el empuje práctico de los mayores que han atravesado ciclos semejantes. Es siempre una vocación interrumpida, un itinerario que acaso dejó alta cosecha, pero que realmente no pudo completarse. Genera una simpatía adicional, pues sus admiradores calculan los obstáculos vencidos, las cotas que no fueron alcanzadas. Se aprecian de un solo golpe la mutilación y el milagro. Su luz y su gracia naturales tienen que duplicarse en la misma medida que aumenta su reconocimiento y despliegue, porque han de cumplir más tareas de las que correspondería en un espíritu cultivado. Es, por ello, el argumento encarnado de los que sugieren que el talento es como un conducto comprimido en un punto. El chorro se esfuerza por pasar, y pasa a una presión mayor. El artista extrae de la compresión a que lo ha sometido la vida sus distancias más dignas y hermosas.

Las imágenes de los cultivadores de cada manifestación concreta que se han ido configurando históricamente actúan con una gran fuerza modelante sobre los nuevos artistas. La comunidad, en sus bromas, en sus esperanzas, en sus críticas, en sus elogios, inculca y reclama la modelación. Cada artista posee, sin embargo, la opción de elaborar su propia imagen, aunque nunca se dejará de ejercer presión sobre su conducta. Y puede, si encuentra dignos sucesores, modificar la imagen tradicional en algún ángulo. Los artistas que realizan la internación profunda de sus roles mantendrán viva la tradición, que tiende a ejercer sus estereotipos. Así, hay imágenes para los poetas, los músicos, los pintores, los ceramistas, los tejedores, las bordadoras, los narradores, los bailadores, los cantantes, los acróbatas, los payasos, los malabaristas, los que elaboran muebles y cometas, juguetes y yugos, monturas y baldosas cuando estas actividades alcanzan escaño artístico. Unas más delineadas que otras, pero siempre caracterizadas por algún matiz. La comunidad gusta establecer taxonomías. Le resulta un procedimiento cognoscitivo cómodo. En muchas ocasiones sus dioses, santos y seres prodigiosos no son más que una caracterología imaginal de temperamentos o actividades. Los artistas populares son personas públicas del espacio donde viven y un destacamento especial de su imaginario más íntimo. Todo cuanto sucede alrededor de ellos tiene un profundo interés para la colectividad.

Es ella quien legitima a sus artistas. Los observa detenidamente, los somete a pruebas ergonómicas según juegos y ceremoniales colectivos, atiende y consume sus productos, evalúa sus imágenes conductuales, los promueve en los intercambios con otras. Pueden crearse estereotipos que estorben el consumo adecuado de un determinado artista, a causa de la manifestación que desea introducir o las variantes que incorpora en manifestaciones que ya gozan de circulación canónica. O que, aunque lo desee, no sepa desplegar los lazos pertinentes. O que se encuentre alienado respecto a su entorno y sus tendencias proyectivas se compulsen hacia otros espacios. O que existan dificultades en la convivencia gremial. La ausencia o presencia de legitimación implica un estudio detenido no sólo del artista sino también de su comunidad, de sus intereses materiales y su sistema de valores así como de los orígenes históricos y étnicos. Pero cuando la legitimación existe opera de un modo poderoso, y puede llegar a ascender hasta lo legendario o lo sacro. La comunidad expresa en el artista toda su energía mancomunada, anticipa valores a su producción si aún se encuentra activo, modela el porvenir de la actividad a través de la imagen impuesta por su vida y su obra. Un arte específico y un artista singular se funden entonces en una sólida circularidad, que se amplía con el paso de la comunidad en el tiempo.

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