11 Apr
APOSTILLAS SOBRE CULTURA POPULAR (4)

ES EVIDENTE QUE EL ARTISTA popular y el culto se distinguen, más allá de la fragilidad de las etiquetas. Se mueven en manifestaciones humanas iguales, pero adquieren módulos específicos de desenvolverlos, y los ejercen en espacios diferentes. Intercambian procedimientos, temas, actitudes, estilos en la medida de sus respectivas posibilidades. El culto suma y perfila la experiencia de muchas colectividades humanas, y sintetiza los progresos instrumentales, los comportamientos ejecutivos frente a la realidad. Inventaría de modo global los métodos de plasmación, y juzga según la impronta de los estilos y de las épocas. Las instituciones, los públicos, la crítica y la investigación se encuentran vigilantes ante su producción y contribuyen a generarle un consumo altamente especializado. Las firmas brillan en todo su esplendor, prestigiadas en los más refinados centros de legitimación. Se trabaja para el presente, pero se tiene garantizada la perennidad a través de los soportes más sofisticados. Áreas específicas se consagran a la recepción, distribución, reproducción y conservación de la información artística. Personal entrenado juzga valores, prepara consumidores, extrae mensajes y explica estructuras. Puede que se proyecte desde un sector social determinado, pero su inserción social y su lenguaje imaginativo procuran rebasar siempre los límites. Puede venir de lo local, pero marcha a integrarse a lo universal. En lo universal ha aprendido sus sistemas de expresión, y hacia lo universal se encamina con sus depuradas cristalizaciones. Complejas teorías sustentan cada incorporación productiva, y el artista exhibe por lo general una profunda internación de los roles que las sociedades dominantes han impuesto. Todos estos mecanismos definen qué es un creador y cómo son los productos que los caracterizan.

El artista popular muestra escasa vocación para este juego, aunque se esfuerce en integrarse de algún modo. Él sabe que hoy día es ésa la atmósfera predominante, y la que signa la época en su totalidad, más allá de una posible sincronía de diversas atmósferas, que siempre existe. A la primera ocasión la cabra marcha a oxigenarse a la loma. O se atiene a las posibilidades y recursos, y asimila ciertos presupuestos tecnológicos y axiológicos, pero conserva su imagen entrañada, lo que le garantiza una fuerte identidad comunicante con su medio y con otros sectores que se anillan con gusto al diseño de sus formas y mensajes. Incluso absolutamente sumado emana una actitud que no es la mediatriz conductual, o traslada lentamente su sistema radicular hasta generar abundante follaje adaptativo. Si se censa en otras huestes queda generalmente en posición de infante, y ha de librar grandes batallas corriendo entre raudos corceles, pues posee escasa tempranía en esos códigos generales activos. Sosteniendo sus líneas propias, enriqueciéndolas con las nuevas proyecciones, aprovechando la capacidad expansiva que genera la nueva atmósfera, puede ofrecer desarrollo real a su talento y a su origen. Azarosa será la legitimación, pues tampoco la alcanzan todos los otros. Coyunturas extraartísticas, razones de sectores gremiales, corrientes en boga que permean la atmósfera, pueden auspiciarle una legitimación rápida. La fama no es marca de talento. Pero el artista popular sólo con derroche de talento podrá conservarla.

Su estro se encuentra habituado a sobresalir en pruebas ergonómicas. Disfruta el arte de las competencias, que poseen sus propios lenguajes y cánones. En ellas ha desarrollado complicadas y asombrosas destrezas. Tempranamente se ha apropiado estos códigos, a veces bebidos con las primeras aguas, y se encuentra en una simbiosis absoluta con su medio, que también estatuye jerarquías. Allí, en la mayoría de las manifestaciones, lo útil y lo bello se conservan en fuerte soldadura, el trabajo y el juego poseen un rico metabolismo, la fama y el talento se homologan con bastante frecuencia. Él posee oído fino para escuchar las demandas de su entorno, y responde a ellas con rapidez y eficacia. Está siempre en los sitios justos, en las horas apropiadas, con los productos que se necesitan, satisfaciendo sus pequeños públicos. Recibe los parabienes que busca, deja las estelas que desea, se inscribe en la memoria que ama. Sabe que hace falta, que le esperan, que le admiran. Lo visitan para ver qué hace, cómo le van quedando los productos. Todos están atentos al breve y espontáneo éxito, a la chispa y maestría de su desempeño. Ciertamente no oye las trompetas estentóreas de los hexámetros de Virgilio, pero las que vibran suenan dulcemente a su corazón de artista hundido hasta los tuétanos en el mar de sus paisanos.

El artista culto y el artista popular, cuando son legítimos, se admiran mutuamente. Se trasvasan experiencias, ofrecen materiales, incorporan lecciones recíprocas. El verdadero artista culto gusta de este diálogo, sale de él enriquecido, después de él avanza hacia direcciones más anchas del espíritu. El verdadero artista popular siente el dolor de la falta de instrucción, se queja de la falta de horizontes, y afinca las manos en sus honduras mágicas de donde saca las raíces como si fuesen luciérnagas. Está lleno de la gracia alegre y solemne de las multitudes. Es una persona sola, pero con un racimaje del que no puede ni quiere desligarse. El verdadero artista culto lo sabe, y lo aprecia en su justa medida. No se le escapa que allí radica la fuente, que de ahí mana de modo prístino la cultura. Expresión de la colectividad a la que pertenece, el verdadero artista popular parece, a la vez, un tubérculo y un sacerdote. Posee algo de fibra sumergida, y un aura de criatura entregada a un ministerio. Mira con admiración legítima al verdadero artista culto. Cuando es visitado por éste siente un orgullo arrasador como un océano. Le cede los instrumentos de su larga práctica para que no se pierdan, pues sabe que el otro ha conseguido su estatura en el respeto al saber, que tuvo la oportunidad de incorporar. Él está henchido de alegres ligámenes, de juramentos invisibles, de renuncias insalvables, de lealtades sin término. Es feliz, porque puede hacer felices a otros. Posee una pasmosa lucidez sobre el porvenir de su nombre —si lo posee aún, pues gusta rebautizarse con frases apositivas genéricas—, pues sabe que entrará pausadamente en lo espeso del olvido.

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