11 Apr
APOSTILLAS SOBRE CULTURA POPULAR (5)

AQUELLO QUE CONSIGUE el pintor popular con esa ingenuidad proteica, que llamamos primitivismo, necesita ser examinado con riguroso acento. Menos anatómico que los grandes pintores cultos, el pintor popular ama los entornos, las circunstancias, las atmósferas, y prefiere, antes que los minuciosos distingos corporales, el veloz establecimiento de la figura, concebida en muchas ocasiones como mero concepto: el hombre, la mujer, el anciano, el niño, el animal, el dios. Allá en los orígenes, por pura ideación, la figura se descomponía en cuerpos geométricos sucesivos hasta que surgía el emblema zoológico o el insinuado hombrecillo. Mucho aprendió en épocas de revolución estética el artífice cultivado de estas construcciones germinales. Pero el pintor popular de hoy, ya pertenezca a espacios letrados, a preteridos suburbios o a distantes comunidades rurales, desenvuelve las figuras despojadas de todo ademán analítico, casi en el estado grácil y productivo de la infancia. Se inclina con fuerza hacia la sencillez de la solución, y los seres humanos representados rara vez se exhiben solitarios. Tienden, por espontánea carga demográfica, a adquirir una nítida dramaturgia inmediata. Sucede hasta en los pintores instruidos que amaron lo popular, que acumularon en sus lienzos numerosos y pequeños hombres dinámicos cumpliendo mil funciones laborales o expansivas en villorrios o en vastas áreas abiertas. Es la apoteosis del hombre común, ceñido de su épica insoslayable, o proyectado hacia el más enzarcillado retozo.

Ha de decirse, sin embargo, que ese cotidianismo, ese homenaje de estirpe romántica a la hora vivida, disfruta de una fina resonancia aurática, verdaderamente indescifrable, que lanza la representación hacia los predios líricos. Lo primitivista posee, aun dentro del mayor espíritu factográfico, por las mismas soluciones plásticas que alcanza, un encumbrado nivel de personalización. Así, su antropomorfismo más obcecado ronda siempre por desconocimiento de canon e impulso expresivo indetenible, cierta atmósfera de sobrepasamiento, que a veces edifica la estampa simbólica o el más delirante estado de la oniria. Son las fantasías plásticas de los individuos dentro de la viva marejada multitudinaria.

Paradojas de la creación, el pintor primitivista es desmesuradamente interior, aunque escoja escenas exteriores con obstinada frecuencia. Al laborar de memoria, con sustancias emocionalmente decantadas, sus visiones atraviesan sanguíneas el pulso trémulo del espíritu, desasido ya de toda competencia bruñidora. Moviliza de modo eléctrico la subconsciencia en la representación menos onírica, y su aparente torpeza modeladora es precisamente su más demorada y pujante libertad. Perfilador de espacios, sus seres se metabolizan con los interiores domésticos, las calles, las edificaciones, los paisajes; y las plantas y animales adquieren protagonismo absoluto, dentro de la misma jerarquía de despliegue. Los objetos que acompañan la existencia humana se diversifican leales a su alrededor, colocados en sus sacros lugares, adivinados casi como meras fórmulas: las mesas, las sillas, los lechos, los recipientes, los mecanismos... Lo objetual y lo espacial desarrollan entonces una semántica explosiva. Parecen exclamar que en la honda filosofía popular el hombre es, como sabe toda filosofía aparentemente menos empírica, su circunstancia. La pintura popular reclama ser leída de nuevo, con desprejuicio y detenimiento. Si algo debe cambiar para poder consumar ese examen con limpia perspectiva, es el método aprehensivo a que está habituada la crítica de arte, hundida en la sensación falazmente enérgica de la novedad.

Para entonces, y desde ahora, sería bueno indagar por qué la pintura popular tiene ese aire de familia increíble en todas partes, de qué fuentes afines nace, bajo qué ocultos perímetros plasmadores... Habría que validar una nueva perspectiva, un especial concepto de la línea, de la sombra, del claroscuro, del color plano, de los contornos y componentes de los seres y las cosas. Y habría que ver las mágicas relaciones que aquí se manifiestan entre el individuo y la colectividad. Tal vez sea éste uno de los aspectos medulares de este modo de hacer arte, tan desdeñado por la axiología estética. No basta, para entenderlo cabalmente, el acercamiento psicológico o sociológico; es necesario un abordaje creador desde las mismas matrices del arte, y acaso resulten mejor preparados para describirlo con exactitud comprensiva, los maestros más dotados de la creación largamente educada.

Mientras tanto, el pintor popular, que sí sabe pintar, que conserva sus propios cánones de belleza y perfección, prosigue plasmando con persistencia y abundancia al mundo. Extrae de la memoria, de la catástrofe, de la vicisitud, de la alegría, de la esperanza su constatación de los días y de los sueños interminables del hombre sobre la tierra. Como se reconoce asomándose desde el fondo, a partir de sucesos primarios, y con mucha frecuencia llegando de modo tardío, embridado por los obstáculos diarios del vivir, siente troncalmente los lazos portentosos que unen a los hombres todos dentro de este manojo reñidor y dramático que parece constituir a todas luces la especie a que pertenecemos. No hay entendimiento de ningún arte, sea culto o popular, sin una actitud raigal de respeto por la ajenidad. No hay creación sin sentido, como no hay hombres sin metas. Mucho se sabrá de la pintura primitivista el día que se iluminen, a través del juicio desinteresado del amor, los olvidados, y de seguro ciclópeos, propósitos representativos de sus incambiables imágenes.

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