23 Jun
POESÍA Y DESNUDO (I)

Para un poeta verdadero todo es símbolo. El símbolo es una condensación comunicativa que se comporta como una especie de semilla radiante: lo que vemos es la semilla misma, con su contorno y tamaño; pero ella es también —nadie con sentido común puede negarlo—el árbol de donde viene, y el entorno en que el árbol la produjo, y el árbol que será, con todos sus futuros patrones de conducta. El símbolo es una copa mágica, porque contiene lo que se ve y lo que no se ve; es una cebolla mística, porque lo envuelve todo en capas concéntricas, pero si abrimos cada capa queriendo encontrar algún secreto específico, ya la capa deja de serlo, y de seguir perdemos también la cebolla. Es como si quisiéramos encontrar en la masa cerebral un pensamiento determinado y levantáramos con este fin cada una de sus cisuras con alguna pinza. Ese vapor que concentra y eleva como un engrudo fabuloso, colocando el esplendor del detalle en la coherencia de la atmósfera, es el impulso de la poesía, que salva todas las fricciones de lo real. La poesía como expresión del mundo constituye la más alta función artística, y es quien provee la absoluta sinergia del símbolo. El desnudo, de cualquier tipo, escorzado o frontal, retiniano o abstracto, implica una proyección simbólica. Es una imagen elaborada por un sujeto, una intencionalidad de formas, una poética de alguna soterrada médula. Hay un principio que deberíamos recuperar en nuestra perspectiva cotidiana, no solo en la práctica de la sensibilidad: es la función quien extrae del fondo la forma. Y el símbolo es la forma más alta y apretada de la cultura, porque es una forma de muchas formas, una función de muchas funciones, la realización más visualizante del fondo.

Todo esto puede ser ejecutado en una representación, que es la tarea básica de cualquier tipo de artista. Pero hay que tener talento para aplicar una función sobre un fondo y suscitar una forma que se convierta en figura. La figura es quien proporciona la imagen, y el arte no existe si no se alcanza la imagen. Así que el artista —el trabajador de imágenes—se verifica en la producción de figuras. Esas figuras han de estar, y de hecho siempre lo están cuando hay arte genuino, gobernadas por una anticipación mental que es de absoluto perfil poético. El proceso creativo del desnudo no solo se comporta como cualquier otra actividad artística, sino que también moviliza la visión global del mundo. Sucede, en los planos ergonómicos, lo mismo que ocurre cuando un alfarero maneja su torno: la arcilla húmeda se eleva entre la presión sabia de sus dedos y adquiere a cada segundo una forma que constituye una aproximación de la imagen pensada. Ya se sabe que entre la imagen pensada y la ejecutada se encuentra la extraordinaria batalla de la creación, que consiste en que una función extraiga de un fondo una forma que logre convertirse en figura, vale decir, que se transfigure, y pueda ser apropiada como representación eficaz de una imagen pensada. Todo este desarrollo de esfuerzo indescriptible, que funciona como un verdadero sortilegio y cuya contemplación produce una alegría especial, o una inquietud resuelta en íntimas reflexiones, es de condición profundamente poética.

No hay nada simple en este mundo. Lo que más abunda es la complejidad. Pero la elegancia de lo elemental existe, y el arte la conoce más que cualquier otra actividad humana. En la elegancia de lo esencial no puede faltar un implacable escogimiento, que llamamos síntesis en el terreno de la expresión: ¿qué obra de arte de verdadera dimensión puede lograrse si no se alcanza el todo con una parte, o con el segmento de una parte, o con el trazo evanescente de una parte? Como ya apuntamos, todo lo que vale en arte es simbólico, pero hay que añadir que las operaciones más productivas del arte son las metonímicas. Y las metonimias eficaces son las que, desbordando la mera función representativa, se subsumen en la irradiación del símbolo. En arte hay más metonimias que metáforas, aunque la primera impresión parezca contradecir este aserto: siempre se necesita presentar un mundo, para que haya re-presentación, aunque urja de inmediato plasmar un mundo evocado, que nazca de las asociaciones con el primero, y que ofrezca el fino sobrepasamiento que todo arte positivo solicita. Y tanto en el mundo presentado como en el evocado hay que llevar las formas a cuerpos. Todas estas operaciones creadoras son propias de la naturaleza poética, que se presenta en la ejecución del desnudo en arte de manera irrenunciable, sobre todo en su capacidad para ofrecer una jugosa semántica distribucional entre las porciones emblemáticas.

Darle cuerpo a una forma es entrar en el reino de la figuración. La psiquis puede trabajar con ideas puras, o complicadas derivaciones conceptuales de la aprehensión de la realidad; pero idea, en su sentido prístino, quiere decir imagen: no hay otra posibilidad de aprehensión para la psiquis que capturar y elaborar imágenes según determinados vectores de intencionalidad. Y el arte tiene como vector básico la imagen ya trabajada, altamente personalizada, vale decir, sujeta a una intencionalidad. Así que en arte, visto desde cualquier ángulo de entendimiento, hay que poseer una gran riqueza de figuras, y el artista que acumula mayor lexicón del mundo se encuentra en mejores condiciones de representar con eficacia. Esto, que tiene que ver con los procedimientos de la psiquis frente a lo real y lo deseado, también tiene que ver intensamente con los valores desde los cuales la psiquis aprehende y propone. Y el ser humano es una especie muy centrada sobre sí misma: es un gran ojo, y una gran mano, y una estimativa que no reposa: su metabolismo basal es la imagen, y de las imágenes con que la psiquis cuenta, según sus coordenadas axiológicas, extrae todas sus representaciones, las más concretas y las más difusas. La representación cardinal es su propio cuerpo, que es la figuración suprema.

El cuerpo humano es vida en el espacio y el tiempo, máquina de existencia para desplegar una voluntad de sobrevivencia y realización en el tramado de lo real y lo posible. Diverge y converge, pero siempre desde sus cuadrantes. Muchas fracciones de su estructura miden lo exterior: los codos y los pies, o miden lo interior: el corazón y el cerebro, ejemplificando al azar como metáforas de lo tangible y lo intangible. En la esfera corporal se pone la acentuación donde escoja el representador a partir de sus proyecciones y propósitos en una plasmación combinatoria que no conoce bordes fijos, pero que tiene algunas leyes ocultas, intuitivamente detectadas, que se cumplen o transgreden según las evoluciones frente a las formas de los tiempos y los espacios. Así que del juego de la variancia y la invariancia, de lo exterior y lo interior, de lo que nos sobra y lo que nos falta, bajo la piedra de molino incansable que significa nuestra ansia de eternidad, molemos las imágenes del cuerpo según las infinitas posibilidades de la realidad y el deseo. Esta mudanza de representaciones de sí mismo no solo ejecuta lo natural, sino también, y con mucho vigor, lo que el sujeto agrega extrayéndolo de sus abismos en las formas más ensortijadas o lineales, sobre los fondos más tenebrosos o transparentes, a través de las emanaciones comunicativas de sus demonios o sus ángeles.

Pensemos un instante en el Hombre de Vitruvio, el célebre dibujo comentado de Leonardo da Vinci, que representa el desnudo de la especie, visto desde su ángulo masculino, como una metonimia simbólica. En este dibujo hay una apoteosis de la representación, al menos en lo que concierne a las relaciones del hombre consigo mismo y el cosmos, y se hallan sintéticamente establecidas las relaciones entre las funciones y las formas a través de la superposición. Aunque la figura es la misma, no lo es, lo que le ofrece un vigoroso dinamismo interno. Da Vinci encontró el modo estricto de presentar el cuerpo y el alma, la tierra y el cielo, la realidad y el deseo, la historia y la poesía, en conjunción saturada de clinámenes, porque la forma, suscitada eficazmente por la función, alcanza plenitud de sentido precisamente en la sutil motricidad de la figura. Sólidamente plantada, orientando sus extremos superiores en el espacio, esta última constituye un cuadrado, símbolo de teluricidad e inmediatez, y tiene como punto central el sexo, que garantiza su reproducción en el mundo. Pero esa misma figura, dinamizándose desde la realidad hacia el deseo, amplía su base y extiende sus manos al cielo, y pasa a tener como punto central el ombligo, símbolo de conexión de la parte con el todo, orbitando desde abajo hacia arriba en una esfera, con lo cual entra en una promisoria ascensión. Solo es posible esta extraordinaria síntesis en que el hombre desnudo simboliza toda la creación en sus complejas relaciones cuando la poesía, como forma de expresión básica y como método de conocimiento absolutamente integrador, se encuentra en el eje mismo de la visión, y desde ese eje figurativo resuelve la representación.

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