23 Jun
POESÍA Y DESNUDO (III)

La poesía es la lengua del espíritu: plasma una simultaneidad interior a través de una exterior consecución de cuerpos. Dado su antropomorfismo esencial, toma al cuerpo como lengua del alma. Todo lo exterior se encuentra interiorizado, todo lo interior se encuentra exteriorizado. En su seno las palabras avanzan indetenibles en un flujo indiviso que despliega de continuo anillos simultáneos de espesa irradiación. Todo lo espiritualiza y corporaliza, simultáneamente; ella es cuerpo, y da cuerpo al cuerpo, es alma, y da alma al alma, o mejor aún: corporaliza y almifica integralmente, dentro de una inusual figuración, y no solo porque se encuentre inscrita en palabras, lo que añade peculiaridades muy fuertes a su comunicación, sino también porque es un instante divino de síntesis que se alcanza por una incandescente necesidad interior. La poesía constituye el más alto lenguaje figurativo, y en ella cada palabra cae radiosa en el agua del símbolo, suscitando inacabables anillos evanescentes. Entra en lo inefable con redes plásticas, y yergue cuerpos latientes que comunican ondas desconocidas. Incluso cuando solo quiere describir, y se sujeta a lo cotidiano en la enunciación o el asunto, siempre tiene una ascensión comunicativa que procede directamente de su anhelo esencial de unidad. Al movilizar el interior de modo tan vinculante y total, el hablante lírico adquiere un recuerdo y una lucidez increíbles, y no abisma al cuerpo y el alma, sino que, aunque los enfoque por separado, los orbita en una esfera superior única: sabe que está en cuerpo, porque siente en vilo el alma, como han expresado los poetas: se siente corporal de espíritu, y espiritualizado de cuerpo. Mientras en otras artes se tiene que recurrir a una suma alegórica determinada, esta simbiosis la poesía la proporciona con naturalidad en un solo enunciado, pues el que comunica nunca se desliga de lo comunicado, en una instantánea y febril búsqueda del equilibrio utópico.

El desnudo es motivo recurrente de inspiración poética, en cuanto la preocupación por el cuerpo propio y el fervor por el cuerpo deseado es uno de los grandes motivos de la lírica en todos los tiempos. Las actitudes expresivas ante el desnudo pueden diferenciar lo sexual, lo erótico, lo amoroso, e incluso la celebración de la belleza o la indagación ante los misterios de la atracción. Porque, a diferencia de su manifestación en otras artes, en la poesía son más complicadas sus coordenadas de representación. Al estar inscritas las imágenes líricas en signos lingüísticos adquieren otras modalidades y direcciones de ejecución. En la poesía lo espacial debe ser inscrito en lo temporal, y lo simultáneo en lo secuencial, y solo después de una eficiente encarnación artística, que exige notables cuotas de talento, se reactiva en la recepción, a una velocidad milagrosa, lo que ya estaba informemente configurado en la mente del emisor. Entre la imagen de partida y la imagen de llegada media un proceso participante, notablemente diferido en la poesía escrita, que exige pericia expresiva y gran colaboración psicológica. Ante las artes espaciales como la escultura, por ejemplo, disfrutamos el desnudo en todo su volumen, pero en la poesía no solo tenemos la secuencialidad dirigida de los atributos, sino también la representación del hablante lírico, todo en un sólido y único ademán comunicativo. Como afirmaba Lessing, la belleza de Helena no puede plasmarse por el poeta como la propone el pintor. Para la poesía resulta más eficaz describir, a través de una hipérbole, el impacto que su belleza produjo al generar una contienda. La poesía es bifronte: por un costado se encarga de su asunto, y por el otro costado se encarga del hablante, y todo transcurre en un solo discurso, de envidiable compacticidad. Lo que consigue parece insólito, y es en verdad desacostumbrado, por la escisión espantosa en que vivimos cotidianamente, y es un raro instante aquel en que algún prójimo, dotado de suficiente gracia, alcanza en la compaginada expresión de sus desarmonías la restitución divina de la pérdida, la resurrección final de la convivencia.

La poesía cuando adquiere condición poemática semeja un pastel de hojaldres: es un solo cuerpo alzado con muchas capas, y cada una carga brío y esmero donde trabajan tanto lo consciente como lo inconsciente, y donde la habilidad del artífice ha de revelarse cuantiosamente. No basta con nombrar en un verso una cadera o un pubis, porque no se trata de una cartografía frontal: el circuito transferente donde se enciende la cadera o el pubis debe acompañarse de un atento halo eléctrico, de modo que la luminosa vibración permee con empuje todas las capas constitutivas. Una sola capa semivacía o muerta para la enunciación derrumba al pastel, cuyo sabor disminuye y reduce su irradiación. Pero donde en verdad ganan condición expresiva la cadera o el pubis es en la actitud lírica del hablante, cuyo discurso ha de remover lo nombrado hacia zonas de radiante floración. Se trata de que la poesía es lenguaje exponencial que pone en fluyente red un plasma de alucinante congregación. La poesía es plasmación, se conduce análogamente a ese cuarto estado de la materia, solo que suma con creces otra propiedad que organiza sustancialmente al universo: la información. La poesía es la energía y la información del mundo interior, elaboradas sabiamente en un curso de palabras que consiguen inolvidables imágenes. Es así con todos sus asuntos, pero mucho más con el desnudo, y sobre todo con el femenino, que goza de una redonda belleza intrínseca y funciona como modelo altamente representativo de las conjunciones formales de la vida y el universo. La inagotable facultad del cuerpo femenino de generar asociaciones naturales y registros espirituales es asunto permanente de toda la poesía. En medio del abanico de posturas sexuales, y de todas las orientaciones conocidas, el desnudo en la poesía cuenta con una tradición que se pierde en la noche de los tiempos, y suma nuevas exploraciones en la búsqueda inexpugnable de la más cabal plenitud.

Frente a otras artes, la poesía incluye los mundos presentados y, con insistencia multiplicadora, los mundos evocados. Posee una sintaxis de mayor flexibilidad y completamiento. El representador modela una constelación de representantes, vale decir, de bisagras de enunciación entre el sujeto lírico y sus predicados estilísticos y temáticos. Tiene como tarea expresiva presentar el desnudo con una resolución peculiar, como pudiera hacerlo el ojo plástico. También ha de plasmar simultáneamente el discurso emotivo-figurativo del ojo lírico que lo escorza en el espacio interior del poema con la presencia del mayor número de predicados posibles, que convierten a la comunicación poemática en una oración flameante, de singular temperatura semiótica. Por eso la poesía que solo quería ser pintura, la parnasiana, fue realmente una episódica aventura, pues la plasticidad inherente al arte lírico contiene un volumen de información sin paralelos posibles. Pensemos en aquel memorable soneto de Miguel Hernández en que el poeta describe a una joven pisando uva en el lagar para extraer el mosto[1].  El mundo presentado es una sencilla escena de trabajo agrícola, pero el poeta eleva la representación a uno de los más bellos cantos de amor de la lengua. El poeta, en el cuerpo de la representación a través del hablante lírico, plasma lo que su ojo ve, lo que su corazón siente, lo que su imaginación evoca, todo dentro de un solo flujo imaginal y acústico, resuelto de modo que el discurrir de la enunciación se asienta magistralmente sobre las pautas concertadas. No solo está dibujada la joven, saltando con sus blancos pies sobre las oscuras uvas, separando con sus plantas los hollejos de las pulpas, sino que nos identificamos con la visión y las sacudidas emocionales del hablante. El poeta no puede dejar de evocar al mundo cuando observa a la joven danzar en la labor: a través de sus ojos deslumbrados por la blanca belleza de los pies descalzos ve cómo una paloma sube hasta la cintura y cómo baja hasta la tierra un nardo infinito, en una fina elaboración del mundo evocado. Los pies son desde el principio mismo una fuerte metonimia simbólica de todo el cuerpo femenino, se singulariza lo plural, y convocado por el atrayente golpe rítmico baja el corazón del poeta hasta el racimo macerado, solicitando el contacto total. El impacto visual del pie desnudo ha bastado al representador estremecido para que el universo íntegro, en sus atributos de movida blancura, participe apasionadamente en la fuerte vivencia de la poesía.

 


   

[1] Ver el soneto «Por tu pie, la blancura más bailable», en Miguel Hernández: Antología poética. Edición conmemorativa, José Luis Ferris (selec),  Espasa Libros, S. L. U., Madrid, 2010, p 118. 

   

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