09 Apr
ARTE DE ESCOLIOS (1)

NECESITADO DE ESCRIBIR en astillas, en rachas de pensamiento, acudo a un viejo modo: el arte de los escolios. Lo paradójico de la recuperación es que este modo fue creado por una época donde se tenía todo el tiempo para doblar la acuciosa cerviz sobre la página, que se consideraba sagrada en sí misma. Al borde de la palabra magna, la humilde anotación del comentarista bien en el silencio y la poca luz de los cirios en la celda o bajo el resplandor de la luz celeste que caía atenuada de los altos vitrales. Ya nada de eso existe: ni todo el tiempo, ni el sosiego bajo la segura nave, ni la palabra enteramente sagrada, ni la humildad de la anotación o, sencillamente, del anotador. La mente no trabaja ya con esmero y regodeo sobre el mismo párrafo, extenso y cerrado, elevado por dentro, como una pequeña basílica, sino que lo desintegra violentamente, como si la conciencia de hoy estuviera profundamente educada más bien en el arte de las voladuras. Todo se dinamita. Hay una palabra clave ahora entre los amantes de la novedad a ultranza: transgresión. La explosión se considera un gesto positivo. Los adalides de esta actitud no tienen bien claro por qué o qué hay que destruir, pero padecen una pulsión trituradora que no se discute. Es como un estrés ético. Una ansiedad mareada y negativa.

Sin embargo, el arte de escribir escolios me parece perfecto para ahora mismo. No hay que esperar a erigir el libro grande, semejante a un obelisco orgulloso en medio de la plaza. Apuntar tan sólo, con legítima humildad, deseoso de comprender, para uno y para los demás, como un escolar en su libreta o un practicante en su cuaderno ceremonial. Advertir esos centelleos o apagones súbitos que alrededor nos suceden, en los que la conciencia quiere expresar para entender. Ya se sabe que verbalizando se estructura lo consciente. Lo que nos sucede en todos los órdenes es mucho, es enorme, es infinito: apenas uno se para de pronto —en el sentido mental— y adquiere vigilancia de la realidad que constituye nuestra precaria circunstancia, cuántas revelaciones, cuántos pensamientos, cuántos estados raros de la emoción, cuántas impresiones que desearíamos intercambiar. Vale decir, qué numerosos escolios escribimos sin escribir, siempre anotando algo en los márgenes diarios de la existencia. Y ya, en nuestra actual biografía, y mucho más para las personas de vocación intelectual, el diálogo directo con el sistema de la cultura no ceja un instante. La realidad que vivimos, hecha toda de tramados sígnicos, se nos comporta como una compleja y velocísima lectura en la que nos va la vida. Dado el nivel perentorio de este diálogo, no se puede vivir sin ir anotando a todo vapor lo que a cada minuto leemos, en sentido directo o simbólico.

Los escolios resultan entonces un pequeño género literario, un procedimiento de escritura útil para el gabinete y el tráfago de la urbe. En el encerado mental se garabatean unas líneas, y se recuerdan con relativa facilidad, hasta que se está en condiciones de ofrecerles carnalidad gráfica definitiva. Otras líneas sustituyen en el encerado a las anteriores, con las nuevas suscitaciones objetivas y subjetivas, y la memoria toma músculo y corpulencia, garantizando un buen tono y una correcta silueta de nuestra psiquis. Es una especie de digestión rápida, muy saludablemente dialéctica en una época de metabolismo tan demente. Y como ya todas las conciencias, desde que finalizó el siglo xix, trabajan con absoluta tranquilidad la composición de lo disímil o los saltos ecuestres de la oniria, en el momento en que los escolios se cosan en su disparidad generarán un tejido especial, de sugestiva hiladura. La aguja del discurso exhibe un mucílago feroz, y adhiere todas las astillas factuales en un tronco virtual. Son los misterios de la recepción, que hace ya buen rato explotan los diversos trabajadores de la expresión. Así, el escolio actúa con una modernidad muy viva, aunque haya nacido en una época en que todo estaba bien centrado y había suficiente tiempo y, sobre todo, comunidad de lenguaje interior, para trasladarse del texto a las anotaciones, de las anotaciones al texto, en un ir y venir de una riqueza deliciosa. Ausente el gran texto central en la sociedad contemporánea, o al menos cuidadosamente velado por las fuerzas en el poder, resulta de enorme interés ver qué anotaciones realiza cada individuo. Claro, lo que atrae no son ellas directamente, sino intuir qué texto central de nuestra vida está leyendo esa persona, sin el cual no hay escolios posibles. Los escolios son recursos discursivos que acaban armando una conjetura global del universo. Poseen dos razones poderosas para sujetarse a esa convergencia implícita: proceden de una psiquis que no quiere olvidar, y se encuentran materializados en una lengua, siempre ansiosa de coherencia.


NOS ENSEÑA MARTÍ, nuestro sumo maestro, que la poesía es el lenguaje de lo subjetivo permanente. Es la forma de expresarse el sujeto en la duración. Incluso hundido en la circunstancia más efímera, el poema habla en un lenguaje que se fija en un espacio interior, de inagotable presencia. Si se salta hacia lo que se supone permanente sin atravesar vívidamente por el sujeto, se entra en lo desencarnado abstracto, que es un solo costado, el mental, de la unidad de la experiencia humana. Si se entra tan sólo por las puertas del sujeto, olvidando las huellas y vínculos multitudinarios de los otros dentro del sí mismo, la poesía escapa del poema, que sólo queda como un documento sujeto a una feroz caducidad. Así que no pueden faltar en éste las contracciones del sujeto que trata de erguirse de lo fugaz hacia lo eterno, pues el poema es el polígono sensible donde se expresa un lenguaje muy especial de la aventura humana.


COMO EL PRESENTE es nuestro verdadero espacio, la poesía legítima siempre tiene un pie en el espacio, pero el otro pie no conoce fronteras, y va del pasado al futuro con una simultaneidad tremenda. Siempre Hermes, cuyos pies son alados, tiene uno sobre la esfera y el otro avanza en la atmósfera, trémulas sus alas de mensajero continuo. La poesía, mucho más que con las musas tradicionales, tiene que ver con Hermes, el extraordinario viajero, el mediador insigne. La energía poética profunda, ¿sobre qué talón de Hermes descansa? No está sobre ninguno de sus dos pies, el que se asienta o el que sobrevuela. Porque los dos han de asentarse y sobrevolar alternativamente, si se quiere andar velozmente. Esa energía profunda es la línea de sus dos pies sucesivos en la marcha, es el vector del avance, es la flecha del destino del hombre sobre la tierra. Entonces ha de subirse por el centro de gravedad del cuerpo de Hermes en su eterna carrera, y alcanzar sus ojos que rigen las encrucijadas, que leen con igual agudeza en lo nocturno que en lo solar, que atienden a perspectivas veloces que aún nosotros no podemos vislumbrar, hechos del tobillo al pelo de territorios clausurados, cubiertos de aduanas y banderas.


TODAVÍA NO HA sido elaborada en detalle, y de modo orgánico, una estilística del mundo interior. De modo continuo, en todos los trabajos sobre poesía, se menciona esta evanescente categoría, que nunca se pasa a definir y a estructurar en toda su riqueza. Sin embargo, ella está en el centro mismo de lo que quiere reflexionarse cuando se estudia esta manifestación, pues la poesía no es más que el arte de representar con palabras el mundo interior. Todo lo que la poesía objetiva se encuentra en el sujeto, y el sujeto necesita para su profundo autoconocimiento objetivarse del modo más plástico posible, con lo cual entramos de súbito en el terreno estético y, en especial, en los predios sensibles del estilo. Nuestro mundo interior está poblado de imágenes, algunas de ellas suficientemente vertebradas en lo consciente, por lo que ya poseen mucho trabajo de verbalización incorporado, pero la gran mayoría se acercan o se alejan de la verbalización, y es entonces tarea del poeta capturarlas con agilidad y subirlas hacia la objetivación del verbo. Para ello el poeta ha de estar muy entrenado en la introspección, uno de sus procedimientos psíquicos básicos. A través de la introspección se extraen las imágenes de los misteriosos depósitos de la psiquis y se inscriben en signos lingüísticos —arte de traducción enormemente difícil, que llaman talento para escribir— en un largo proceso de realización expresiva. Se necesitan tantas capacidades unidas, en ademanes simultáneos, que sólo con un prolongado adiestramiento se está en condiciones mínimas, siempre verdaderamente precarias, para verbalizar con cierta decencia lo que se captura a nivel mental. Para impedir la realización feliz de este proceso nos están esperando dentro de nosotros mismos todos los prejuicios, esquemas de ideas, manipulaciones inculcadas, desenfoques de interés, paradigmas aherrojantes, estereotipos heredados, cadenas y bozales que nos tienden los sectores sociales hegemónicos a través de todas sus invasivas instituciones. Y nos están esperando especialmente las anteojeras estéticas, los perímetros artísticos en que nos quieren ver definitivamente encajados. Así que el camino hacia el mundo interior es también una labor emancipatoria silenciosa, cuyos episodios prometeicos no tienen espectadores, pero que hay que estar dispuestos a protagonizar con audacia y sacrificio para alcanzarnos con frescura y autenticidad a nosotros mismos, libres ya de visiones y lenguajes manejados. Sin saber arribar a lo que somos, como a casa de nacimiento que se regresa después de haber partido, no pueden extraerse las imágenes del mundo interior con suficiente fuerza socializadora.

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