ANTES DE PENSAR DEL MODO que se explica en el artículo anterior, en mi prehistoria literaria realicé exploraciones diversas. Esas exploraciones eran, según recuerdo, de dos tipos básicos: en unas imitaba el modo de escribir de grandes poetas, y en otras la estilística de alguna corriente. Pero los círculos concéntricos alrededor de algún gran modelo eran mi esencial trazado subjetivo. Cuando trataba de aprehender alguna técnica expresiva vanguardista, por ejemplo, me quedaba finalmente con una extraña sensación de caducidad en la punta del lápiz. No tenía la misma sensación cuando entraba a aprehender las sustancias y recursos de algún gran modelo, aunque ese modelo hubiera pertenecido a una escuela concreta. Advertía más permanencia de lo subjetivo, una menor transitoriedad artística en las figuras bien vertebradas que en las escuelas de mayor resonancia. Comprendí, aunque fuera de modo informe, que en arte lo que vale es la persona: el arte es la mayor personalización posible del mundo. Las escuelas históricas son importantes, y un aprendiz de poeta no puede saltárselas. Pero donde tiene que entrar con una devoción y una humildad extraordinarias es en las grandes órbitas materializadas a través de alguna persona del arte. De acuerdo con el ostracismo pedagógico que padecen los jóvenes poetas, no les queda más remedio que extraer el secreto al arte en el febril silencio de su trabajo individual: un individuo que brega obsesivamente por aprender en otro individuo que ha alcanzado ya una cristalización expresiva notable. Es una interacción de discípulo a maestro, en la que el maestro habla por su obra directamente: una pedagogía semejante a la del niño que salía a cazar con la horda. La enseñanza no ocurría en un polígono virtual, sino en el riesgoso y desconocido fragor de la cacería misma. Como el discípulo se encuentra movido por una combustión enérgica, que llamamos vocación, se procura los maestros que le convienen: el talento legítimo posee un mapa intuitivo de la esfera por donde se desplaza. Pudiera detallar de cuántos maestros fui discípulo, pero lo que resulta útil es la generalización de la experiencia. Se puede estar enterado de los últimos detalles de la vida literaria histórica, en que son tan duchas algunas historiografías. Incluso volver a ponerse una chaqueta roja para salir a combatir a los clásicos, como lo practicaron los románticos. Pero si el poder de imitación y apropiación se emplea en los gestos de la vida literaria, se terminará siendo un diletante y un reyezuelo de la farándula, en el más productivo de los casos, pero nunca un verdadero poeta. La batalla es con los grandes: como ya se ha dicho, el león es cordero digerido. Sólo que una vocación consciente trata de devorar leones. Sobre todo leones. Y no sirve de mucho tratar de interactuar con la persona viva del gran poeta, como le pasó a Darío con Baudelaire. La interacción profunda y productiva es con su obra, que es donde se encuentra su lección magna.
EN ESA PROLONGADA INTELECCIÓN de grandes órbitas se aprenden muchas cosas de suma importancia para un creador en formación. Una de ellas fue, al menos para mí, reconocer la existencia productiva de las utopías artísticas. La utopía específica de un artista es lo que convierte en locomotriz su cosmovisión. No menciono directamente la necesidad de vertebrar una cosmovisión, que es proceso precedente, sino la urgencia insoslayable de una utopía. La mente de un creador es encaminista: se encuentra en camino hacia una utopía, que surge en el horizonte proyectada por su visión del mundo. Todo ello ocurre dentro de una fuerte cadena de correlatos: en la misma medida en que se configura una visión se comienza a siluetear una utopía, y esa luz haladora que se alza sobre el horizonte se vuelve inevitablemente encaminista. No hablo de aprender a hacer versos o a desarrollar metáforas: me refiero a matrices mentales que constituyen las grandes poleas de una personalidad creadora en formación, que acabarán refractándose en su manera de construir los versos o desplegar las asociaciones. Pero lo que gobierna ese orbe de la representación, por encima y por lo hondo, es la dinámica de la visión del mundo —su carácter encaminista— tratando de alcanzar una utopía artística. Esa lucha decide sus pilares definitivos en el estado primario de la formación personal, cuando el joven artista procura, a través de la asimilación de grandes ejemplos, encontrar su camino propio en la vida y en el arte. Por eso son capitales los niveles de fundación que ha poseído ese destino: si la apropiación ocurre con modelos de menor tamaño, si la delineación cosmovisiva no abarca grandes órdenes de sensibilidad e intelección, si la dialéctica justa entre el clima y el fuego personal no se establece, la utopía desciende en el horizonte o no alcanza iluminación atractiva, y las poleas encaministas no logran la energía creadora suficiente. Un poeta trabaja en la intersección de dos mundos: el de las imágenes y el de las palabras. Es una especie de héroe orillado: se aparta a imaginar y devuelve a los otros su brillante traducción en palabras. No entrega a los demás una espada, como el héroe civil: entrega una incisiva lámpara que contiene adentro un hilo y una espada virtuales, pues cada persona expresiva se conduce como una nueva presencia de Teseo, el vencedor de laberintos.
AUNQUE LA SUSTANCIA DE LA POESÍA es la efervescente red de mundos interiores, la portentosa trama de eventos empíricos constela sus piezas más brillantes. Detrás de cada una de ellas no sólo hay un junco, una torre, una antena, sino sobre todo un nudo, un imán, una usina. Hay una conciencia que absorbe y elabora: es construida y construye. Establece lazos con innúmeros órdenes de lo real: en cada uno de estos vínculos dialoga desde su universo intrínseco. Lo ideal y lo real se invaden recíprocamente, y ocupan ese mundo como dos brazos del mismo torbellino que se autopropulsa inexorablemente. Lo real produce lo ideal, y lo ideal batalla por transformar lo real: su incesante proceso ergonómico genera estados dinámicos del mundo interior. Lo exterior siempre posee una acumulación interior precedente que, junto a las reconfiguraciones de lo interno establecidas por la lidia sin reposo de lo ideal, interioriza lo exterior como paso previo para exteriorizar lo interior. Es por ello que uno de los atributos necesarios para crear piezas de índole poética es desarrollar la capacidad introspectiva, que consiste en apresar adentro lo que ha de ser vertido. Esta situación de la conciencia se representa en el gesto inconsciente —especie de mudra— de abrir los brazos desde el pecho cuando se quiere expresar sin palabras el acto poético, como ocurre a los niños y aficionados cuando recitan. El instante inicial es el giro de los pulsos hacia dentro, hacia la zona cercana al corazón: hay que saber penetrar en el mundo interior de manera cordial. Sin destrezas introspectivas no se pueden abrir las manos hacia los demás, simbolismo del acto de verter, de encarnar en verso. Una conciencia poética trabajando urge de tres movimientos irrenunciables, que han de estar convertidos en segunda naturaleza, más allá de sus componentes límbicos originales: el primero es poseer una sedimentación de ingresos que permita una introspección productiva, el segundo es escoger las relaciones más eficaces entre las ideas y las imágenes, y el tercero es traducir lo simultáneo en secuencial, vale decir, inscribir las imágenes en signos lingüísticos. Este proceso no ocurre si no está convertido en segunda naturaleza, de modo tal que, gracias a la anatomía descrita, su fisiología sea en mucho semejante al acto de la inspiración y la expiración. Los poemas son como la respiración del alma: una respiración que puede ser compartida: un intercambio de ánimo y ánima, que torna la vida más respirable. La utilidad de esta manifestación —cuando responde a núcleos vivos— es evidente para la revelación de lo inefable. Es por ello que el sujeto manifestado es una persona, porque contiene en su condición de individuo la mayor cantidad de especie posible. Es una volcadura, porque dentro hay una jubilosa o dolorosa saturación que reclama ser vertida y que porta, por ende, el calor transfigurante del plasma. Sin estas demandas, las piezas adolecen de una frialdad infértil, que las incapacita para alzarse desde el lenguaje, carentes de levadura. Sin embargo, cuando las materializan eficazmente se tornan espacios objetivados y pasan a ser trasegadas y resguardadas: a cada contacto vuelven a producir, como unidad parmenídea y flujo heracliteano, el mundo interior personificado: atesoran una energía comunicante.