LA IDEA MÁS CORRIENTE que tenemos de escribir poesía es que constituye un acto, no un proceso. Como ese acto debe ser inspirado, se supone —aunque no sepamos ni remotamente qué se escribirá— que debe estar regido por una velocidad ejecutiva. Lo conceptivo sucederá implícito: ha sido dado, sobreviene gracias a la inspiración misma. Lo dispositivo ocurrirá también de hecho: es ejecución intrínseca. Lo correctivo se considerará totalmente impropio: no debe enmendarse una transmisión que ha sido de origen inefable. Los que encaran de este modo el proceso de la escritura poética —son más de los que uno imagina, y no sólo entre los que inauguran su ejercicio vocacional— es indudable que ya poseen un algoritmo, aunque consideran no poseer ninguno y rechazan cualquier idea semejante: 1) hay que sentarse frente a la página en blanco, 2) ejecutar el poema como si fuese una descarga y 3) preservar la integridad de ese vertimiento psíquico. Éste es, más o menos, el esquema más frecuente dentro del grueso de las huestes líricas. En otros géneros se exhiben otras posturas: una novela o un ensayo suscitan diferentes métodos creadores. No se trabajan del mismo modo la perforación de una mina y el levantamiento de un edificio, aunque existan leyes ergonómicas generales. Los mineros y albañiles se insertan generalmente sin problemas en sus respectivas tradiciones. Los mejores no sólo poseen intuiciones para una adecuada actuación frente a las metas, sino que también se han apropiado críticamente de los depósitos de saber. Pero la poesía no es un oficio, se aduce con rapidez. No lo es, ciertamente, al menos del tipo más clásico de los mineros y los albañiles: sólo que esta afirmación no es válida en su totalidad. Lo que la poesía presupone como manifestación demanda advertir la otra cara de su compleja entidad: como hay ineluctablemente que objetivar lo subjetivo, y hay que lograrlo de manera óptima, entonces implica trabajo, por lo que el costado de oficio que exige no soporta ser esquivado sin el detrimento de sus propios componentes inefables. Si es así, no se comprende por qué deba cultivarse una actitud de no saber, como increíblemente se fomenta de modo espontáneo.
LO QUE RESULTA entorpecedor es no poseer ninguna hipótesis de trabajo. Aunque sea informe, y se rehaga de continuo, urge tener un modo de encarar una actividad que es en uno permanente y de mucha importancia. La práctica artística ha llegado al menos a un consenso de la probable estructura general de ese proceso, y es de vital importancia tenerla en cuenta y aplicarla con flexibilidad, según los rasgos personales y las situaciones expresivas que se abordan. Ha habido, desde antiguo, muchas variantes de esta propuesta, pero prefiero resumirla así: el proceso de creación atraviesa fases, que son las siguientes: la conceptiva, la dispositiva, la ejecutiva y la correctiva. Es un modo elemental de organizar el trabajo, para que exista una fluidez y organicidad. Aunque esas fases existen comprobadamente, jamás se presentan nítidamente separadas, sino que muestran una constante presencia a lo largo del proceso, pues la producción artística exige una incorporación íntegra de la personalidad, tanto en los aspectos conscientes como inconscientes. Es también indudable que en cada estado del proceso una de ellas rige, y que no saber priorizarlas adecuadamente puede añadir obstáculos y frenar la actividad heurística. Por ejemplo, la fase conceptiva y la correctiva pueden estorbarse, pues es casi imposible concebir y corregir simultáneamente. Muchas veces los creadores presentan dificultades con estos pormenores ergonómicos. Quieren concebir y corregir en el mismo acto, sobre todo bajo la influencia de las computadoras. Escriben un verso e inmediatamente se dedican a perfeccionarlo, por lo que el verso siguiente demora en llegar o no llega nunca. Puede que un creador conciba con facilidad, pero no dispone con suficiente energía, y entonces no ejecuta con soltura. Si no se ejecuta lo que se concibe, jamás se materializan sus ideas. Si concibe, dispone y ejecuta, pero es incapaz de corregir con suficiente implacabilidad, no podrá socializar con dignidad sus productos. Las tres primeras fases pueden caminar juntas, pero la tercera es conveniente separarla un poco. Todas son trabajo, pero la última exhibe una propiedad: se comporta como antitrabajo. Es la porción del proceso en que hay que desplegar con fuerza la autorrecepción, que es la manera que el creador tiene de incorporar a los otros en un trabajo tan íntimo y de adelantar hipotéticamente la socialización. Antes de la fase conceptiva debe desplegarse una buena política de ingresos, porque si ella falta no hay egresos de valor. Si no hay acumulación, no hay salto. A veces sólo se saca un adarme donde uno digirió toneladas. El proceso es tan complejo, y las experiencias históricas acumuladas y las generalizaciones que uno puede establecer de la propia vivencia son tantas, que no basta una leve aproximación como la que aquí acabamos de exponer. El primer deber de un poeta es trabajar bien, y gran parte del placer estético consiste en observar que el artista se ha emancipado instrumentalmente y posee la suficiente maestría como para vencer las resistencias de una comunicación que se desea establecer según las más altas leyes desalienantes de la belleza.
LA POESÍA ES UN ARTE que procura captar y trasmitir un estado concreto del mundo interior. Paisaje de tan fluida y compleja naturaleza, detenido por el propio espíritu que lo alberga y ejerce, no puede ser esculpido en palabras sino con una portentosa energía plástico-verbal en que la memoria, la sensibilidad y la inteligencia adquieren la brillantez de la incandescencia. Enorme es la trenza de capacidades a desplegar, y el modo de tejer ocurre a tan elevada temperatura, que al sujeto le queda como el raro recuerdo de que su espíritu fue sacudido por una voluntad exterior. Ya conocemos cómo la sustancia puede acabar en la ordenación protoestética del cristal, pero desconocemos cómo cristalizan los procesos estéticos del mundo interior. Aparte de la religión, y sobre todo entre las artes, es la poesía quien ha explorado más el mundo interior, pues los poetas —esas personas que construyen piezas verbales copiando con la mayor fidelidad posible tales estados— gozan ya de una prolongada experiencia en el ejercicio de la introspección y de la traducción de imágenes capturadas en ese plasma a idiomas que han tenido que personalizar con mucha energía plástica. Transferencias que encarnan lo subjetivo en lo objetivo, de tan variable comportamiento e insólita ecología, no deben ser reducidas a esquemas apriorísticos. Es muy difícil aceptar que haya un algoritmo capaz de dar cuenta —para todos y en todas las situaciones— de esa voluntad de materialización expresiva del individuo en el seno de la especie. Pero también es indudable que hay una sedimentación ergonómica, de la que con suficiente flexibilidad y abstracción se pueden extraer generalizaciones productivas. Para ello habría que vencer dos barreras tremendas, que actúan como invisibles cancerberos de lo que el gremio ha atesorado en silencio: la primera, el ideologema de que el proceso creativo es absolutamente incognoscible, representado por el punto de vista carismático; y la segunda, su apropiación individual, que consiste en crear bajo el principio cibernético de la caja oscura: al usuario no le interesa el proceso, sino el modo eficaz de aplicar una entrada para que ocurra la salida que desea, por lo que este tipo de creador no se encuentra en condiciones de ofrecer testimonio válido acerca de los procesos creativos. Si se revisa la historia del arte se verá que los creadores más grandes no han tenido a menos legar sus experiencias de trabajo. Atender lo que han dicho esos grandes creadores de cómo produjeron, las dificultades que lograron vencer, cómo operaron para representar con eficacia sus movimientos subjetivos, es acercarse desde los testimonios de sus héroes a uno de los enigmas más grandes de la especie humana.
UNO DE LOS PRINCIPIOS ergonómicos del trabajo artístico es el del fin exacto. ¿En qué momento hay que levantar la mano? ¿Qué pasa si se levanta antes? ¿Y cuando la mano se demora demasiado? El momento de levantar la mano lo dicta la intuición. Esa intuición, si se encuentra bien educada, nace de una larga práctica. Hay que haber sedimentado experiencia, propia y ajena, de cómo y cuándo se termina. No creer en la tesis de que una obra no se termina nunca, sino que se abandona. Tres pulsiones pueden sacar la mano de la obra antes de tiempo: el facilismo, la vanidad y la pereza ejecutiva. Otras dos adherir la mano a la obra: la inseguridad y la excesiva corrección. Bajo el imperio de esos cinco impulsos la obra se muestra inacabada o deformada. Son obstáculos ergonómicos que deben ser vencidos. Cada artista debe estudiar sus procesos creativos, y extraer de ese autoexamen las lecciones pertinentes. La introspección y la memoria no son sólo dos cimientos básicos para crear, sino también para adquirir métodos productivos de creación.