09 Apr
ARTE DE ESCOLIOS (2)

ESCRIBIR ESCOLIOS es el arte de tener siempre un comentario en la punta de la lengua, y dispararse de inmediato hacia las ligaduras invisibles de lo aleatorio. Como el ojo de la mosca, que todo lo faceta en mil ángulos sin perder en ningún momento la unicidad del vuelo, el ojo interior del poeta dialoga con la totalidad en una sucesión simultánea, en una irradiación consecutiva. Es el arte de poner el dedo en un punto de la esfera, y hacerla girar íntegra en los ejes inasibles del pensamiento.


COMO EN LOS ENCADENAMIENTOS de los cuentos infantiles, podemos decir que sin poetas no hay poemas, que sin poemas no hay poesía en el sentido estricto, no amplio, del término. ¿Cómo se va a expresar esta manifestación artística que llamamos poesía si nadie emborrona un poema? En cuanto alguien, aunque sea en la intimidad mayor, elabora una cadena de palabras cuyo fin último es representar su mundo interior, ya vamos entrando vertiginosamente en los predios del poema, donde en los casos felices contemplaremos parpadear con sus ojos maravillosos a la doncella solar de la poesía. No confundir este acto, que puede ser poético o no, pero que ya es irrefutablemente poemático, con el rico devaneo interior de un estado de sensibilidad que también podemos llamar poético, y lo es, indudablemente, como poesía en el sentido más amplio, pero no en el sentido meramente artístico. No todo el que se arroba ante el espectáculo colorido de la tarde (esas sensaciones vesperales clásicas del temperamento romántico) es un poeta, si conservamos el término dentro de los límites que le corresponden. Pero si ese temperamento que ya va muy avanzado en la humanización de sí mismo, resulta capaz de atesorar esos instantes dentro de su memoria emocional, y al avivamiento posterior de la misma, bajo impulsos cuya naturaleza aún no conocemos bien, distribuye sonoramente los sentidos en cadenas lingüísticas de vigorosa plasticidad mental, ya estamos en presencia de un acto poemático básico, a donde la poesía puede acudir o no, según leyes de otro orden.

Pero a través de todas las vías necesitamos al poeta para acceder a fenómeno tan rico y de tan alto linaje, ya sea al poeta en actos, en contemplaciones o en palabras. Sin ese poeta, de estado eventual o de fija vocación, nos quedamos sin advertirlo y valorarlo. Es por ello que todos los grupos humanos suscitan de su seno a los poetas, como suscitan a los héroes, a los mártires, a los educadores, a los curadores, a los artesanos, a los visionarios. Los poetas que al hablar de sí mismos  —la poesía es un arte confesional por naturaleza— sepan aglutinar de modo sintético los restantes mundos interiores de su comunidad y las sustancias del destino del individuo sobre la tierra, son los más altos, y brindan un servicio que, aunque intangible, necesita trasmitirse y conservarse como un bien definitivo. La demanda social es heterogénea, pues son numerosas y de variadas jerarquías las necesidades espirituales, y urgen tanto los entretenimientos como las exhortaciones, las bellas ilustraciones de lo conocido como las sísmicas transformaciones de lo habitual, la gratuidad sensorial y lo sublime trascendente. Es una escala lo que los poetas atienden, dentro de sí y fuera de sí, que como todas las escalas de este mundo, por el carácter esférico de lo real, se tocan y fluyen en las antípodas, cuyos puntos extremos pueden ir girando alrededor, conservando siempre ciertas equidistancias interiores. A veces, como rareza, aparecen poetas que se pueden mover por muchos puntos con agilidad y eficacia, y nos producen la sensación de que son productores de franja ancha; pero en contadas ocasiones —son verdaderamente los raros— vemos un poeta que logra no sólo desplazarse por la franja, sino que se ubica con habilidad en las antípodas. En la historia de la poesía abundan más, como es natural, los poetas que se sitúan, o que los sitúa la vida o sus propias inclinaciones expresivas, en un punto determinado, desde donde producen con provecho, firmeza y lealtad interior. 


HAY POETAS METAFÓRICOS y poetas metonímicos. Los poetas metafóricos se encuentran bien en el eje de las analogías. Rápidamente, y a nivel intuitivo, el poeta metafórico, adiestrado en la búsqueda asociativa, ducho en la representatividad oblicua del mundo, comprende que una determinada imagen es el modelo idóneo que procura, y comienza a trabajar febrilmente con el hallazgo. A toda velocidad, y en una mesa de trabajo mental que la conciencia poética dispone para la elaboración justa, con los grados de temperatura necesarios, con los sensorios dispuestos sobre la memoria, y con una alta disponibilidad de decisiones, encontrada ya la imagen correspondiente a la oscura intencionalidad de su mundo interior, comienza el afán creador, que resulta turbulento y ordenador en grado sumo. Ese afán es trabajo emancipado, que el poeta disfruta y padece. Hay una introspección continua, y un trasvase afiebrado, y una multitud ciclópea de decisiones, todo ello sujeto a un árbol interior cuya álgebra aún se desconoce. El poeta se afinca sobre la realidad, develándola a un nivel de asociación trascendente. El poeta metafórico es siempre alegórico, evoca un mundo para presentar otro, establece relaciones difíciles para el consumidor frío o poco adiestrado. Pero para los lectores avanzados es siempre un constructor excepcional, que establece trasiegos asombrosos y que cumple ricas tareas simultáneas. De tal modo que el poeta metafórico en la cadena histórica de imágenes sobre los poetas es casi siempre el Poeta, y un aura especial emana de sus creaciones, que el consumidor adiestrado prestigia y difunde, en un culto especial.

El poeta metonímico se asienta sobre el eje de las contigüidades. Trabaja con dependencias, con pertenencias, con vecindades semióticas. Su mundo presentado es más fuerte que el mundo que evoca. Sus poemas son piezas de fuerte realismo, de abundante impronta inmediata. Los nexos asociativos son escasos, y las transferencias remiten a contextos exteriores, de los cuales el consumidor debe estar noticiado para poder extraer todos los espectros informativos. Sus mensajes son más evidentes para los individuos inmersos en una sincronía cultural, pero pueden envejecer con cierta prontitud apenas se trasmuten las sensibilidades y los contextos. Inciden más directamente en la escena real del consumo, y son favorecidos por su ingeniosidad y sus lazos irónicos con el momento, que pasa a ser en ellos una especie de categoría estético-temporal. El poeta metonímico, adiestrado en los contactos, conoce bien las mentalidades comunes y a ellas se dirige como público potencial. Se reconoce muy ligado a la circunstancia, y es por ello que se inclina con gran fervor hacia la anécdota y cierta esbozada narratividad, con lo que aleja la poesía de la poesía cuando su manera de producir pasa a estar ejercida ya por los epígonos. La temporalidad dominada por los poetas metonímicos es piloteada por la narrativa, más que por la poesía propiamente dicha. Dada la inmanencia temporal en que conciben sus productos son proclives también a periodizar la historia poética con rapidez, transfiriendo a memoria cultural lo que fue presentado ayer mismo. Apetecen mucho la comunicación exitosa con su época, aunque se presentan bajo máscaras de ruptura y transgresión. La época les ofrece camino expedito, por su relativa claridad e inmediatez, aunque el poeta metafórico, cuando el nivel de los públicos asciende, puede generar cultos más acabados y duraderos de recepción.


HAY POETAS SOLARES y nocturnos. Los poetas solares avanzan en círculos de trabajo hacia sus metas. Siempre tienen metas, y sus metas se les delinean con cierta nitidez, con cierta anticipación formativa. Son procesuales, como el día. La mentalidad de un iluminador de un antiguo Libro de horas es solar, como la de los poetas que examinamos. Saben que ascienden y descienden, en una curva laboriosa, y que cada tramo tiene su fascinación y su épica. Un año tiene meses, los meses tienen días, los días tienen horas: en esa discontinuidad que fluye compacta, se esconde una sinfonía grandiosa, que el poeta solar quisiera esculpir como utopía creadora. A un poeta solar nunca le faltan motivos para el canto, ni tiene grandes lapsos estériles. Ve mucho, porque la claridad lo acompaña, y puede gozar la brizna y la torre. Se para frente a su canto, y escucha atento todos los sonidos, pero extiende sus propios gramiles y sextantes. Ama la voluntad que canta, la inteligencia que se emociona, el caos que se organiza, o el caos que tiene dentro, como un esqueleto de cristal, una profunda simetría. Sus cantos se descomponen, se edifican en capítulos, pero avanzan bajo los efectos de una levadura especial: un deseo visceral de unidad. Cuando entra en grandes asuntos, parece que pone bloques movidos por largos brazos: aspira a representar no sólo el monumento, sino también la suma de ademanes que se supone debe haber solicitado tal realización. El poeta solar no está movido por improntas destructivas, sino de exploración de horizontes altos y de fundación de mundos inconsútiles. Mira hacia atrás y ve, porque la luz le ofrece distancias, y ama la tradición con mucha lealtad y discrimen. Sueña con una grandeza: edificar en el horizonte. Compara la altura de su sueño con las de otros sueños ya construidos. Siendo su mundo interior extraordinariamente poblado y fuerte, no deja de afincarse jamás en lo exterior, que es su añadidura y su combustible. Ama las pautas y las irregularidades, simultáneamente. Aun en los instantes en que desea morir se le aprecia la nostalgia por la belleza de la vida.

Los poetas nocturnos son reacios a atender pautas o discriminar experiencias anteriores. Se inclinan a girar sobre sí mismos, como quien avanza en lo oscuro. Saben que todo los antecede, pero quieren que todo nazca ahora, de nuevo, bajo el vértigo de la íntima exploración. Dan con minerales profundos, registran sustancias ocultas, revelan recodos sepultados. No quieren cantar sinfónicamente, sino resonar en grandes desgarraduras. También aman los himnos, pero los que marchan paralelos o enfrentados a los que aceptan las órbitas comunes. Pero sobre todo les fascinan los fragmentos, las explosiones, las diseminaciones que parezcan arbitrarias, aunque no lo sean. Su plutonismo acaba siendo aéreo, pues todo lo que enuncian vibra en las distancias de la noche. Sumergidos en lo que sienten, como un padecimiento o un castigo, sólo ven escasas torres, y las que ven pertenecen al mismo cono de expresión. Mueren y resurreccionan poco —tan característico del poeta solar—, sino que tienden a conservar sus odres si cambian los vinos, o a conservar los vinos si permutan los odres. Sus primeras entregas contienen ya las matrices definitivas de lo venidero, pues nacen de raigales obsesiones. No quieren esculpir libros que constituyan sistemas, sino que funcionen como sólidos expedientes. En la mayoría de los ocasiones lo que están representando en el fondo es un suceso clínico, que puede ser el de su época íntegra, y sólo demandan al arte como superior gratificación la posibilidad del más vigoroso testimonio. Sus obras relampaguean, hundidas en la naturaleza tremenda de lo humano, desde donde se levantan en icárico vuelo. Esta manera de ver lleva, inevitablemente, al acarreo de instrumentales característicos, que por sus afinidades históricas ya han pasado a constituir una tradición tecnológica. Toda esa tecnología forma parte del caudal expresivo de un poeta nocturno, pero siempre ofrecen en sus manos un aire de estreno, de taller renovado y transgresor. Sus libros son buscados con mucha curiosidad social, y en algunos templos simbolizan el único tipo de poeta posible. Pero, realmente, tanto los poetas solares como los nocturnos son los dos rostros de una moneda que gira a una compleja velocidad: la especie humana, escindida hasta las médulas, aunque éstas hayan gloriosamente ardido, según el decir quevediano.

ESTE SITIO FUE CONSTRUIDO USANDO