11 Apr
LO QUIJOTESCO: UNA CONDUCTA MUY ESPECIAL (1)

Cualquier diccionario al uso dice que quijotismo es exageración de los sentimientos caballerescos. Según este sucinto saber de las definiciones lexicográficas, lo quijotesco supone una dimensión hinchada, una demasía. Con ello se admite que posee un núcleo encomiable, pero que su sobrepasamiento lo desvirtúa. Quijotería, quijotada, quijotismo, quijotesco. Términos frecuentes para calificar una actitud humana semejante a la del protagonista de la novela cervantina. Vale la pena detenerse un tanto en el análisis de la estructura semántica del concepto. ¿Cuál es su composición nuclear? ¿Hasta qué punto es real la definición aducida? ¿Qué implicaciones y derivaciones posee?

Quijano es el hombre privado: Quijote es el hombre público. Un solo ser, con dos conductas. Escindido, como el universo que refleja la novela. La ruptura no es absoluta: ambos seres van y vienen, se intercambian dinámicamente, hasta que, en efecto, uno termina absorbiendo al otro. Por supuesto, bien sabe Cervantes que se presuponen férreamente. Pero es precisamente la ambivalencia de la escisión lo que le interesa. Su visión puede parangonarse con la imagen de una moneda: las dos caras son imposibles separadas. Rebanar una moneda es destruir su capacidad de circulación en la vida, es decir, su valor. Al novelista le interesará, sobre todo, el valor. Es por ello que muestra las dos faces: Quijote y Quijano, Quijote y Sancho, Quijano y el Ama, Quijote y Dulcinea…

Quijote es una conducta marcadamente social. Sólo se logra saliendo, vale decir, yendo hacia fuera, a los demás. Sólo alcanza identidad en sus salidas. Lo que renuncia a salir con esa fuerza de entrega absoluta, ya no es Quijote. Se queda en Quijano. Quijano se encuentra sujeto a un orden de cosas donde Quijote no es posible. Quijote es otro orden de cosas, provocado precisamente por el orden de cosas que es Quijano. Estas relaciones internas de una persona que se muestra en su más auténtica dimensión, que es según la vida que vivimos la fractura profunda que caracteriza al hombre todavía sin desalienar, son de una riqueza fabulosa que siempre ha atraído a los novelistas. Es la médula del destino individual, inmerso en el organismo constrictor y reñidor de las comunidades históricas. De esta fricción nacen los grandes asuntos de la novela como género artístico.

Quijano se encuentra inmerso en la realidad cotidiana y trata de escapar de algún modo de esa lacerante red. Quijote se encuentra en otra red, que es intrínsecamente de carácter virtual, pues sus modelos genésicos se levantan de la comunicación fictiva propuesta por el arte al hombre cotidiano que es Quijano. Se encuentran en dos realidades aparentemente distintas, pero ellos son una sola realidad. Esto explica el hecho de dos conductas en un solo ser. Aunque no dejan de ser dos conductas, de advertirse como dos actuaciones de cierta autonomía. Esto les facilita la convivencia dentro de su febril unidad y la visibilidad para los que entran en contacto, a través de la obra que los contiene y edifica, de los dos momentos nítidos de un único ser.

La realidad de Quijote se encuentra regida por el ideal. Lo ideal supone una actuación ajustada no al es, sino al deber ser. Quijano posee un código de conducta que no resulta tan elaborado como el de Quijote. Los parámetros de actuación de Quijote son rigurosos. En cuanto es Quijote ha de cumplir con un régimen de conducta. Si hay un régimen, hay evidentemente un programa. El programa a que ajusta Quijote cada una de sus acciones y de sus palabras posee proyección sistémica. Cada uno de sus componentes trabaja febrilmente para el todo, y en ese afán de coherencia multiplican sus propiedades. Con ello, Quijote se yergue como un carácter, de una vitalidad creíble, que puede suscitar diferentes registros emocionales; pero también como una dirección del espíritu, como una senda del alma humana.

Entre otros muchos rasgos, ese programa tiene que ver vigorosamente con los demás. Es la verdadera otredad del uno. En la soledad, en el ámbito lugareño y doméstico de Quijano, se encuentra el germen de esa conducta así como la imposibilidad de su desarrollo. Lo quijotesco sólo es posible cuando Quijano se torna Quijote. Por lo que es Quijano, y lo que es Quijote. En Quijano está la aspiración de la acción, como vida íntima: en Quijote está la acción de la aspiración, como conducta pública. Esa acción de la aspiración obliga a sostener una trazadura sutil de las relaciones, una delineación acabada y explícita de los propósitos, un sentido especial de la comunicación, que exigen una compacticidad intransigente de la conducta ante la realidad que desea transformar.

En cuanto lo quijotesco supone una conducta social, urge de complementarios. Unos proceden de Quijano, y no pueden complementar, si no en sentido negativo, que es otro modo de complementación, a Quijote. Otros sólo pertenecen a Quijote, se mueven dentro de su retablo figurativo de sentidos e intenciones. Pero el primero de todos los complementarios es Sancho. Es el legítimo, en cuanto lo acompaña por dentro y desde dentro, como la otra orilla de su espíritu. Las normas implacables a que se ha sujetado Quijote, y que arman su actuación, no le permiten ser Sancho. Sancho es Quijote visto desde el reverso. Es el germen del verdadero poder transformador que el ideal exige, pero sin la retórica circunstancial. La retórica, que se ofrece como una instrumentación para ver con elocuencia, no deja ver en modo alguno. Sancho, que desconoce la retórica, puede ver. Tiene la elocuencia de lo empírico. No se encuentra cautivo de ideologías parciales e interesadas, sino que se sujeta tan sólo a los presupuestos inmediatos y generales de lo natural.

Sancho puede llegar al poder: Quijote no alcanzará nunca el legítimo poder. Uno parece ser cuerpo, y el otro cabeza. Pero no es verdad. Sancho revelará en el trato con Quijote, y en su impregnación sucesiva y gradual de la conducta del espíritu, que es también parte sustancial del programa. Sin él, no hay integralidad de pensamiento. Él es una parte ancestral y profunda, de carácter multitudinario, de ese pensamiento. Él revela lo que hay de retórico y automático en la conducta de Quijote. Pero necesita andar junto al Quijote: esa andadura posee una pedagogía oculta, que ha de ser revelada. Si bien esa modelación es altamente visible en su flujo de Quijote a Sancho, hay también una incuestionable modelación que va de Sancho a Quijote. Los dos, enriquecidos y presupuestos en conjunción absoluta, constituyen la figura auténtica que ha de ser asimilada como metáfora unitiva de lo humano transformador.

La complementariedad de Sancho es tal que tiene siempre un tanto de Quijote. Primero en forma de llamativa candidez, y luego con una mayor raigambre espiritual. Quijote, es indudable, tiene sus puntas de Sancho, pero su código no le permite darle expansión. En el hilo argumental trazado por Cervantes la moneda gira cada vez con mayor fuerza. Primero se encuentran las caras bien delineadas en su separación y, luego, acelerando los giros entre los dedos, el novelista consigue que el lector vea sucederse a velocidad los dos rostros, los ve confundirse, los ve al fin como uno solo, en la integridad de la moneda, como si estuviéramos en ambos sitios a la vez: el anverso y el reverso. El procedimiento es prepicassiano. Así se logra la completitud de la imagen. Esta visión, más que dual, dialéctica, es el auténtico sistema constructivo de Cervantes. Su universo se alza sobre esta matriz irradiante.

Lo quijotesco no es necesariamente un régimen de conducta permanente. Puede revelarse en un acto, o en una serie de actos. Precisamente de este modo es como se manifiesta en la vida común, que es aquella que no alcanza una temperatura de sentido, generadora y generada de un régimen de actuación. Pero su reclamo interno de coherencia puede llevar indefectiblemente a un estado permanente. Porque su régimen de actuación posee una obcecada disciplina, y exige una poderosa voluntad interna. Cualquier incongruencia destruye su potencia, su estado de posesión. La falta de correspondencia de un acto sucede como una entropía, y puede destruir el sistema. Siendo lo quijotesco un movimiento beligerante, engendra enemigos. Cualquier fisura en la totalidad es un arma entregada a los enemigos. Es por ello que uno de sus primeros rasgos distintivos es la conciencia de la coherencia. Lo quijotesco, desde su umbral público, como acción de la aspiración aún en germen, requiere integridad en todos sus elementos. Esta integridad constituye su capacidad de desplazamiento real. Ha de volverse atrás, y de hecho se vuelve, como se ve en la novela, cuando no ha cumplido de modo coherente su código de salida.

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