Lo ideal es provocación de lo real. La soledad no puede verificar las armas del hombre público. Lo ideal, por consiguiente, no puede materializarse en la soledad. La coherencia que debe alcanzar lo quijotesco, para serlo realmente, necesita entrar en contacto con los demás para ir perfilando en ese trato sus propios estatutos. Al mismo tiempo que suscita lo ideal, lo real ofrece una angustiosa resistencia a su desarrollo. Esto convierte a lo ideal en un movimiento peleador: es lo propio real buscando su óptimo. Por ello, lo quijotesco, en cuanto se le mira como lo ideal realizándose, urge del choque con la realidad para tornarse coherente dentro de sí mismo como programa de conducta transformadora. Aunque tenga una aparente impronta irracional, sólo lo real verifica su racionalidad más profunda.
Es evidente que este programa y su realización en la conducta no procede de un arquetipo imponderable. No se encuentra fuera de lo histórico. Como se elabora dentro de cada ámbito histórico, acarrea materiales del pasado y, enderezándolos contra el presente, los proyecta al futuro. Es decir, posee determinabilidad y generalidad. Determinabilidad en cuanto tiene que ver con aspiraciones concretas de una sociedad específica en un momento de trance histórico y con la visión de una clase que domina la totalidad de la estructura. Generalidad en cuanto dentro del programa hay componentes de valor humano incuestionable, que deben ser resguardados y continuados como tesoro legítimo de la totalidad.
En este sentido, lo quijotesco posee sus propias determinabilidad y generalidad. Su régimen de conducta posee estatutos de actuación ya trascendidos, falsos desde el punto de vista total, que acusan entropías indudables. Estos parámetros de conducirse están condenados al fracaso, pues sus ideales han caducado bajo las nuevas circunstancias. Los ingredientes dominantes de la nueva totalidad real, no se encuentran interesados en esos gestos de viejo corte ideal. Lo quijotesco es así una mala actitud, una discordancia y un empecinamiento que sólo conduce al revés continuo. La determinabilidad de lo quijotesco es aquí de sentido negativo. Sin embargo, por la generalidad presente en todo programa de conducta ideal lo quijotesco es de signo positivo y encarna una actitud plausible. Su concepto de la justicia, la alta espiritualidad y la inclinación heroica al bien son valores inexpugnables, pues resultan vivos y atesorables. Otros muchos aspectos, de carácter más práctico, son también derivables y auspiciadores dentro de esta conducta especial del hombre, que implica un arranque hacia lo venidero y que soporta la incomprensión de lo establecido.
Lo quijotesco es agónico, en la acepción de lucha. La contienda es entre lo real y lo ideal. Se enarbola lo ideal frente a lo real. Este ideal, por su forma, es pasatista; por su contenido, es futurista. Hay agonía no sólo entre lo ideal y lo real, sino también entre la forma y el contenido del propio ideal. Lo quijotesco posee esta dicotomía interna, que constituye su médula trágica. Es un agón doble, que le proporciona ribetes irracionales. Lo que es aspiración magna, parece ruptura desquiciada. Es un agón doloroso porque se tiene conciencia de él y resulta a la vez fatal para la personalidad consciente. Una vez emprendido su camino, se ha de ser consecuente con él. La necesidad de coherencia de todo ideal se impone. Pero el ideal quijotesco lleva una costilla fracturada. Su forma no corresponde a su contenido. Como la forma es organización del contenido, en esta fractura se revelan incongruencias del propio contenido. Las formas proceden de un modelo elaborado por una ideología determinada, ya trascendida por las nuevas ideologías de la vida. Quijote no simpatiza con las ideologías nuevas, con el estado de ideas en existencia, provocadas por las nuevas circunstancias, y trata de revivir los aspectos formales del ideal caducado. Lo que el ideal antiguo podía tener de generalidad sólo ha sido tomado desde su forma, sin la suficiente elaboración para corresponderse a los nuevos contenidos ideales. Los participantes de sus actos, que se mueven en otro terreno, pillan con rapidez la fisura. Así se desciende, en un santiamén, de lo sublime a lo ridículo. La criatura quijotesca bordea de continuo este abismo.
Lo ideal sobrepasa a lo real. El sobrepasamiento se afinca en el pasado, pero entra a zancada viva dentro del futuro. En las palabras de Quijote hay referencia a las actitudes pasadas que él ha tomado como modelo, así como una preparación continua para actos que de seguro advendrán. El pasado y el futuro, la emulación y la esperanza, constituyen sus verdaderos polos de gloria. Lo presente es derribo, molimiento, encontronazo, burla, llamamiento brutal de la realidad. Por supuesto, dentro de la actitud quijotesca, dada la configuración que ella misma se procura, no se persigue exclusivamente el éxito: vale más la intención que los resultados. Lo más importante son los móviles: si los móviles son grandes, grandes han de ser los resultados, aunque la realidad monda y lironda le obligue a puro empellón y a cardenal vivo a confirmar lo contrario.
Todo ideal, aunque nace de la realidad, entra en contradicción con ella. Esa lucha puede estar regida por coordenadas lógicas o por vectores irracionales. En Quijote cierto sustento general, de índole espiritual, posee una evidente proyección racional; pero las determinaciones culturales y sociales que nutren la mentalidad del personaje, según la configuración a él otorgada por el novelista, lo desplazan hacia la realidad de modo irracional. Esta irracionalidad lo es realmente, pero tiene una almendra racional. Hay cierta razón en esta sinrazón. En efecto, ese agón entre lo ideal y lo real es la dinámica interna de lo quijotesco, con una debilidad primera, canceladora de todo éxito en el protagonista cervantino: la incongruencia de su forma y su contenido, dentro de la estructuración del propio ideal.
Lo quijotesco no es, entonces, arranque de una sola pieza, postura sin matices, actuación calculada y simétrica. Lo quijotesco implica la posibilidad del fracaso, la entrada intempestiva en lo imposible. Exige un arresto que a todas luces parece irracional, sobre todo cuando esa salida se encuentra ante los ojos del hombre cotidiano, que juzga desde parcelas de costumbre. Desde allí, el ojo advierte asombrado una ruptura, un disparate, un salto al vacío. Pero el ojo quijotesco está viendo desde otro prisma: dentro de sí conserva y auspicia una lógica especial, que deriva de los perfiles dinámicos del ideal ya interiorizado, convertido en dibujo necesario para la respuesta y la actuación. El hombre cotidiano queda pasmado ante el gesto plasmado por el hombre quijotesco. El hombre cotidiano es pasmo, donde el quijotesco es plasma. Se encuentran en planos diferentes, que batallan denodadamente.
Lo quijotesco supone un rico diseño interior. No es un exabrupto, como a veces puede parecer a algunos espíritus pobres en la detección de la vida como proceso. Es una acumulación subterránea, que atesora premisas para las conclusiones visibles en los ademanes ya incidentes en lo real. Lo real negativo o imperfecto actúa sobre el hombre cotidiano, comprimiéndole sus más hermosas capacidades desplegadoras, y va llenando de respuestas silenciosas los músculos de la conciencia. Ya el salto visible del hombre cotidiano al hombre quijotesco siempre supone una convicción, una conducta sedimentada antes de convertirse en conducta real. Arma en lo interior un programa, suscitado por la propia experiencia. Allí donde las experiencias son más lacerantes, y donde la sedimentación interior se encuentra más avanzada, asoma con mayor acabado lo quijotesco, ya sudadas muchas de sus irracionalidades. Incorpora un impulso a la realidad que informa y conforma hacia superiores sentidos.
La angustiosa transformación de lo real, que es continuamente sometido a examen, exige una conducta de enorme fuerza modeladora. Lo quijotesco, desasido ya de toda retórica y automatismo, implica siempre la visualización de la meta. Imponer esa meta, trasladar toda la realidad hacia esa meta interior, es tarea ciclópea, cuya gestual imponencia asemeja una actuación fuera de quicio. Pero lo quijotesco aspira precisamente a reenquiciar. Lo quijotesco es lo divino tratado de materializar por lo humano. El gesto acabará por incendiarse entre los rayos desencadenados, pero queda como una latencia heroica, aun dentro de la atmósfera de lo absurdo. Palpita como una herencia, en la retina del tiempo.
Todas las vocaciones tienen un alto componente de actitud quijotesca. En todos los órdenes de lo humano: religiosos, políticos, éticos, científicos, deportivos, artísticos… Esa actitud entrega íntegramente el destino a un programa, bajo un diluvio de vectores múltiples de carácter negativo. Si todos los vientos soplan hacia la dirección de la meta, lo quijotesco desaparece. Lo quijotesco, por su propia naturaleza, exige riesgos y desproporciones. Esa es su demasía, su intrínseco sobrepasamiento. Se lo impone lo real, de donde ha surgido. La voluntad de cambio que lo quijotesco implica viene de su programa, compuesto a partir de las propias insuficiencias y compresiones de lo real sobre el espíritu. Pero lo quijotesco es siempre una conducta de grandeza, de generosidad, de elevación espiritual, de fineza emocional y sentimental que compendia ―como mismo la belleza de lo natural se alza en la sola flor― la beldad de lo humano en una singular conducta que el mundo mezquino y torcido que vivimos no aprecia sino como una triste o risible desarmonía. Lo quijotesco es la armonía dinámica de lo imposible, la impronta de lo que ha de ser impuesto en lo posible. Lo quijotesco es el salto que da la conciencia que mejor entiende hacia una realidad que pueda ser entendida por todos con naturalidad y orgullo.
La Guernica, diciembre de 1988