12 Apr
MITO Y TEXTO DE JOSÉ MARTÍ (2)

Los pueblos, como los individuos, necesitan de los mitos, en el significado original del término. Mito es tradición y relato, no ilusión o engaño. Lo falaz de los mitos viene de ciertos fenómenos psicológicos que en ellos se expresan, o de las fracciones sociales que los imponen como verdad suma. Viene de la ignorancia, que no conoce las causas, y juzga los efectos por las causas; viene de la impotencia, que se ciega ante las posibilidades con que se cuenta aún cuando ya no se tienen brazos para asir al rayo que se aproxima; viene del poder que ya está asentado y no desea que se le remueva el asiento, o de la secta que aspira a toda costa sentarse cuando ya las grandes masas de hombres con la acción o la imaginación —que diseña toda acción y es, por consiguiente, una de sus formas— están produciendo otro relato, inscribiendo otra tradición. Vale decir, según sus orígenes, otro mito. Se equivocan los que creen que lo mítico es propio de la primitivez de los pueblos, y que lo abandonan, como un producto pueril, a medida que alcanzan la adultez. Respecto a los mitos de hoy, tanto de los Estados como del hombre común, hay que aprender a reconocerlos, puesto que no se manifiestan en sus formas clásicas. En esto, como en la ciencia, hay que tener una mirada no-euclidiana para ciertas transformaciones del mundo. Pero no todos los componentes del mito son falaces, o no son todos los mitos de esta naturaleza, y muchos de ellos poseen una enorme capacidad movilizativa, y el que quiera desplazar conciencias hacia puntos más altos tiene inevitablemente que incluirlos. No se puede desplegar una mirada absolutamente física del mundo; en cuanto se es hombre se mira produciendo imágenes según un valor. Los mitos son palancas de la producción espiritual, que es también tan eficaz e imprescindible como la otra. Pobre del pueblo, o del individuo, que no desarrolla un relato propio, que no lanza una historia anticipada a partir de la historia ya pasada. La imaginación no sólo crea ensueños y mixturas aparentemente imposibles, sino que es también generadora de certidumbres, y como polea del porvenir, y como propela de toda navegación hacia tierra desconocida. Lo desconocido está aquí, en lo próximo, en el ahora, y la imaginación es siempre una navegación vertical, hacia lo hondo o hacia lo alto.

Los mitos, entendidos así, se necesitan como el pan, y nos rodean como el aire. Saben esto —consciente o inconscientemente— los predicadores, los políticos, los publicistas, los hechiceros, los sacerdotes, los maestros, los artistas, los poetas, los oradores. No se trata, pues, de escapar de los mitos, sino de enderezarlos hacia más exhaustivo y noble fin, dentro de las leyes de la justicia, de la verdad y de la belleza, y aunando las fuerzas que permitan las condiciones materiales de los hombres. En este sentido, la figura de José Martí es proclive al mito, por sí misma, sin manipulación interesada. Pero no se trata de dejar a la espontaneidad asunto de tan vital importancia, sino de estudiarle y comprenderle a fondo la naturaleza, y obrar en correspondencia con ella. Lo que de él se ve a primera entrada, y lo que se alcanza con una asiduidad y examen mayores, lo necesitamos como arma para dignificar el presente y acercarnos al porvenir. Al porvenir se llega sin voluntad, por obra de fluidez. Pero sin voluntad no se alcanza el sueño del porvenir. Y no queremos cualquier porvenir, sino el que soñamos, en cuya empresa la voluntad y la sabiduría ejercen un ministerio ineludible. El hombre es un continuo campo de fuerzas, y un vector de avance, y la luz que se persigue exige insoslayablemente capacidad de resolución y escogimiento. Los que piensan más, deben escoger mejor. José Martí está en nuestra dirección más alta de pensamiento como un cauce fundador, y como un haz solar que nos ilumina el paso por entre las lóbregas nubes. De todos nuestros mitos en el sentido prístino, él es la imagen más vasta y nos ha enhebrado un relato que tenemos la obligación de convertir en historia.

Textos hay orales y escritos, y textos que emanan textos, y textos que se están elaborando de continuo, como el hígado de Prometeo. Textos que se siembran en la tierra como los dientes de Cadmo, para multiplicarse en otros. El acto intrascendente y nimio no alcanza, por su baja elaboración humana conjunta, la victoria y la propagación monumental del texto fundador. Pero los actos —no ya orales ni escritos— que se inscriben dentro del más amplio servicio humano, o son una expresión íntima sin espectadores de este servicio, constituyen textos del Texto, estrofas del Gran Poema, capítulos del Libro Mayor que esculpimos entre todos para que la realidad sea mejor. De lo que se trata, desde el principio, es de eso: que la realidad mejore y, con ella, el hombre, criatura central de la realidad. Las caídas, las frustradas tentativas, las aproximaciones equivocadas, o los ímpetus turbulentos, o los grandes muros que los hombres levantan a la marcha de los demás hombres, deben ser inscriptos también porque poseen funcionalidad textual y con sus espesas tintas ayudan a comprender los clarores entrevistos, las luminosidades a que se desea arribar. Todo debe estar, y está, dentro del texto. Pero es la voluntad y la sabiduría del hombre quien escribe, y tiene el derecho, y el deber, de privilegiar lo más alto. En nuestro texto nacional, él, con los suyos, es el índice que señala, y la voz que dicta, y el muerto que ha de ser consultado. Sus textos están ahí, como semilla de nuestros libros, aquellos que se escriben en las páginas y en la materia resistente de la vida.

A él se le puede abrir al azar, como a los textos sacros, y encontrar caminos; pero nosotros estamos apresurados, y poseemos una elevada carga de responsabilidad, y no podemos dejar al azar las resoluciones y aperturas. A su gran masa textual hay que entrar, es verdad, de astilla en astilla, desmembrando; pero sólo como fase imprescindible y menor de su total relieve, del árbol que es, puesto que las astillas son útiles para la combustión, pero no dan frutos vivos. Todo texto lo es porque a él se incorporan las partículas orgánicamente, como los átomos en la molécula; porque se fija en un espacio, desplazando un tiempo, bajo los índices de eficacia de un sentido; porque poderosas fuerzas entálpicas organizan las sucesiones en círculos cada vez más grandes hasta que está cumplida la voluntad del textuador, y la óptima recepción establecida, y garantizada la irradiación continua. Todo texto verdadero es como nuestro universo actual, que es una organización que se expande. Las estructuras expresivas por el hombre conocidas tienen, en el fondo, las mismas leyes en que el universo se manifiesta. Los textos martianos, como el cosmos, se expanden en cuanto se entra en la cadena de su pensamiento. En estos textos debemos aprender a diario lo más inmediato y lo más distante, lo más íntimo y lo más colectivo.

Pero el texto martiano no sólo está compuesto por su palabra, sino también por sus actos. En su caso, dada la congruencia de su destino, no hay separaciones posibles. Todos los actos suyos, desde los de mayor relevancia política hasta los más pequeños de su vida íntima, encarnan la posibilidad fértil de la lectura. Reclaman un escrutinio riguroso, y un acercamiento fiel, y una exégesis orgánica. Porque nos resultan útiles y son fragmentos tutelares de nuestra paideia. Su magnetismo moral proporciona lecciones, y enseña cómo ser un individuo íntegro, dentro de la potencialidad humana, y cómo ir de la relación personal al afán colectivo sin saltos ni quebraduras. El ejercicio de un destino no nace, sino que se adquiere en un fervoroso aprendizaje de nosotros mismos, y los buenos modelos ahorran fuerzas y anticipan experiencias. José Martí es un magnífico modelo patriótico y político; pero es también, y por lo mismo, y sobre todo, un singular modelo ético, que tenemos la responsabilidad de saber presentar a los que se buscan, y de sugerir a los que aún no se buscan, para que crezcan las virtudes en el seno de nuestra comunidad, y los hombres no se dejen macerar y mutilar por las malas coyunturas. Ese Martí es vital, y el único modo martiano de rendirle culto es el de marchar, a pasos apresurados y racionales, a la incorporación de su totalidad a nuestra búsqueda ansiosa.

La Guernica, septiembre de 1995

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