Del mismo modo pensemos en las gunas hindúes, que atribuyen a lo real un flujo vertical de esferas, como una cabal manera de describir la necesidad dinámica de la ascensión: lo tamásico (el mundo atávico y oscuro), lo ráyico (el mundo de la acción y las transformaciones), lo sáttvico (el mundo de la iluminación y la bondad). Una representación trinitaria enormemente plástica de la relación entre la naturaleza, el ser humano y la divinidad, en que se encuentran trenzadas las formas bajo las más diversas funciones, mientras las figuras van de la tierra al cielo dentro del fondo incluyente de lo total. El ser como artífice de la representación, y como sujeto donde todo se filtra y transfigura, adquiere la posibilidad atareada de escoger, la potencialidad de la redención. O puede ser devanado por lo oscuro, lo inerte, el descenso, el torbellino abismal, hasta disolverse definitivamente en el útero zoológico. Se aprende en esta representación, alzada a todas luces con la poesía como método de conocimiento, que debemos vivir con elevada responsabilidad la consecución de nuestra propia imagen. Se intuye, por la eficiencia de la plasmación, la unitividad entre la fatalidad del universo y la florescencia espiritual, y la existencia despliega un hilo optativo que va desde el lóbrego mineral hasta la luminosidad aérea. Del mismo modo, en la representación del desnudo puede sentirse vivamente el descenso del espíritu a través del cuerpo o el ascenso del cuerpo a través del espíritu, en una dinámica telúrica y estelar de la traza recóndita del deseo. En el Hombre de Vitruvio hay una escala aglutinante de sentidos, y en la trenza gúnica una apropiación de valores. Toda buena representación suscita y entrelaza con maestría la trinidad más alta del conocimiento: las figuras, los sentidos y los valores, como tres atmósferas cofundantes de la misma intervención antrópica. Solo la poesía proporciona una mirada que aúna lo ético y lo estético, y establece una escala de atributos de valor cósmico que contiene las cifras ya desplegadas del mundo interior.
El gran asunto de lo humano es lo humano, y el arte es el polígono donde cada individuo expresa y reconoce su compleja sustancia agónica y deseosa. El arte es la franja de cruce, la extraordinaria puerta hermética, el espejo por donde se entra y sale de la angustia, el enigma, lo terrible, la alegría y la esperanza. Al mirar hacia adentro o hacia afuera cada ser atraviesa siempre su propio cuerpo, en cuyo escrutinio, ejercicio, sabiduría, interlocución y goce revela sus más encontradas raíces y frondas. En ese afán lo acompaña el arte desde el mismo arranque, como una profusión plasmadora que no conoce término, y que colma su presencia en el espacio y el tiempo. A sí mismo se ha visto siempre con mirada inalienable de individuo y de las conglomeraciones donde ha vivido, estableciendo sin reposo robustos arcos voltaicos entre la soledad y la solidaridad. Su cuerpo en el medio, cubierto o descubierto, presentándose o re-presentándosele siempre. Pero el cuerpo descubierto es el gran signo, es la figuración suma, donde las civilizaciones muestran cómo funcionan las formas emergiendo del fondo. Ese gesto es obligadamente de carácter simbólico, y el arte no lo olvida jamás. Quien mira un desnudo representado tiene ante los ojos una mandorla mágica, un mándala para entrar en el paisaje interior de un individuo o en las proyecciones imaginales de un pueblo.
Es mucho lo que aporta en sentido el examen de la vestimenta, y averiguar de qué modo se consigue, y cómo se usa en cada circunstancia: ver pasar delante de nuestros ojos el discurso de los vestidos sobre la tierra es una de las novelas más curiosas y coloridas que pueda existir. No hay nada mejor para estudiar los sentidos probables del desnudo que examinar la evolución minuciosa de los trajes. Contemplar lo que escogió cada cultura en su devenir para protegerse de la intemperie, cuándo se vistió de lino o de hierro, con qué se cubrió en cada época, en cada estación, en cada trabajo, en cada edad, según sexo o condición, qué consideró canónico o transgresor, cómo se cubrió y adornó para las ocasiones riquísimas de su existencia personal y colectiva, es fuente inagotable de seducción y saber. Bastarían solo cinco momentos de esa historia para una fiesta de los sentidos, en las dos acepciones del término: el crecer, el contraer matrimonio, el producir bienes físicos o espirituales, el guerrear y el especialísimo pasar hacia la muerte. Cuánto habla de lo cubierto lo descubierto, y cómo pueden saberse cuáles son las álgebras y fantasías que puede permitirse lo cubierto según las razones estructurales de lo descubierto. Cómo saben los artistas plásticos en las representaciones de los cuerpos dónde van, y en qué medida, y hacia qué dirección, las hechuras y los pliegues, los brillos y las penumbras, según la arquitectura anatómica y el repertorio de los ademanes. Mucho se adivina en arte, por énfasis o sugerencia de lo visible, qué existe en lo invisible.
Para entrar en lo invisible el más agudo catalejo y la más fina brújula se encuentran en lo visible. Y qué más visible para el ser humano que el dibujado recipiente material en que transcurre su existencia, del cual sabe mucho y sabe poco, en una misteriosa dialéctica que el pensamiento dicotómico, ajeno al arte, no comprenderá jamás. Su propio cuerpo le resulta a cada individuo una trivialidad y una fascinación infinitas. No hay nada que conozca mejor y que desconozca más. Sabe que está ahí, eyectado, como le gustaba decir a Heidegger, y refractado para sí y los otros, y adentro de la única posibilidad que la materia le proporciona a su destino. Con sus propios ojos se mira, y se mira con los ojos de los demás, y en los cuerpos de los otros pone sus ojos, y presupone cómo pudo haber sido y cómo ha de ser en lo venidero. Es un nivel de exploración, diálogo e influjo que gusta de licuar sus contornos, por lo que no reposa verdaderamente nunca, y gasta todo un arsenal de objetos y procesos para su reconocimiento y consumación. El arte del desnudo, en cuanto pone ante la vista toda esa constelación mental, es zona fuertemente cruzada de escalas donde espejean con fuerza muchos silencios y se inscriben innumerables códigos de servidumbre y libertad. La desnudez es la piedra de toque de la representación artística de lo directamente humano, y se mueve en un espectro enorme que va desde el niño desnudo dormido sobre una hoja hasta la febril sexualidad del plástico rapto de unas mulatas. El desnudo es con imponente frecuencia testimonio erótico, porque el sexo es una de las fuerzas vitales de nuestra existencia, pero su riqueza y complejidad enunciativa va mucho más allá y abarca la globalidad de lo humano, con espíritu mural propio de la poesía.
Así como el árbol es un eje trascendente de la visión del mundo en las culturas conocidas, también lo es el cuerpo en sus múltiples manifestaciones, y sobre todo el desnudo, como expresión simbólica de la naturalidad y la verdad humana. La idea general de la pareja, hombre y mujer, de pie en medio de la naturaleza, parece ser el emblema característico de nuestra especie, y la heráldica planetaria de donde germina la estirpe. Por razones estrictamente físicas y biológicas el cuerpo desnudo es como un árbol catedralicio en medio del tiempo y el espacio del que se nutre informativamente la vida humana frente al flujo y la extensión de lo real. Hay en ese cuerpo desnudo una geometría sagrada, y una fractalidad esotérica. Hay una cisterna atávica, un géiser instintivo, una pulsación astral. Hay un mapa del mundo, una tópica del símbolo, una armonía esférica que ofrece catastro y vértigo para todas las brotaciones. Cómo no habría el arte de trabajar denodadamente con sus giraciones y volúmenes, con sus convulsiones y equilibrios, con sus ensoñaciones y desquiciamientos. A partir del cuerpo desnudo se desarrolla la semántica distribucional del arte. Y las imágenes adquieren familiaridad y connotación, y el artista logra reflejar el todo desde la parte gracias al milagro representativo de las metonimias simbólicas, que con solo un puño visualizan la voluntad, con solo un hombro la solidaridad, con solo una frente la dignidad, con solo un pie alado la extensión, con solo un vientre la fertilidad, con solo un muslo levemente separado del otro la más alta temperatura del deseo, con solo un rizo la voluptuosidad, con solo el lóbulo de una oreja la languidez, con solo un índice el camino hacia la meta, con solo un ojo la eternidad de Dios… Los mecanismos opsilógicos de la representación del desnudo son torrenciales, y suministran a los artistas de todas las manifestaciones una abundancia discursiva olímpica acerca del universo y el mundo interior.
La poesía es la reina de las artes: trabaja con la palabra, el más enérgico instrumento de representación conocido. Ninguna otra manifestación artística puede trasmitir el ancho espectro que la poesía transfiere, gracias precisamente al asombroso vehículo que emplea. El poder representacional de la palabra incluye productivamente cada uno de los analizadores, y en el cultivo de cada uno de ellos ha alcanzado cumbres de plasmación, y es capaz de instaurar nuevos vínculos entre estos analizadores, penetrando con eficacia en zonas muy difíciles de la realidad, vedadas para otras artes. Bien sabe el poeta que la palabra resulta realmente limitada ante el vivísimo racimo de imágenes, altamente móviles, impregnadas de emoción y pensamiento, que atraviesan vertiginosas el ojo interior de la memoria y el sueño. Bien sabe que esas palabras pertenecen a los idiomas respectivos, y que las aduanas lingüísticas reducirán drásticamente el número de participantes en el acto supremo de la comunicación. Pero a pesar de ello, la poesía ofrece una plétora informativa portentosa de carácter especial, que explora con velocidad y validez zonas totalmente desconocidas de la realidad y el espíritu. La poesía domina fabulosamente el mundo interior, la inefable patria de lo subjetivo permanente. Todo lo plasma a través del mundo interior, todo lo convierte en simultaneidad viva, a pesar de que los lenguajes son secuenciales: todo lo vuelve presente eterno, a pesar de que los lenguajes son cadenas temporales. Todo lo convierte en imagen profunda del sujeto, y de las relaciones del sujeto con los planos de lo que existe dentro y fuera, factual o probablemente. La poesía pinta, esculpe, danza, sinfoniza, filma, asocia, sacude, conmueve, interviene con explosiva síntesis en la médula recóndita de sus receptores.